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Analgésicos: El negocio del dolor.

  • Foto del escritor: Onel Ortíz Fragoso
    Onel Ortíz Fragoso
  • 16 nov
  • 7 Min. de lectura

Hay umbrales históricos que no se cruzan sin que la cultura, la política y la propia identidad de una nación cambien para siempre. La crisis de los analgésicos en Estados Unidos —particularmente los opioides recetados como la oxicodona, la hidrocodona y el fentanilo farmacéutico— es uno de esos umbrales. Lo que comenzó hace más de tres décadas como una respuesta médica al dolor físico terminó convertido en una maquinaria perfecta para generar dependencia, devastar comunidades enteras y moldear un nuevo ecosistema cultural obsesionado con el sufrimiento, la evasión y la desesperanza.


La historia oficial suele hablar de “epidemia”, pero esa palabra es insuficiente. Epidemia implica contagio involuntario; aquí hubo diseño, estrategia comercial, captura regulatoria y un propósito deliberado de convertir el dolor humano en un negocio multimillonario. Desde los años noventa, las farmacéuticas, los hospitales, las aseguradoras e incluso los propios médicos participaron —algunos por convicción, otros por omisión— en la creación del mayor experimento de adicción legal en la historia contemporánea de Estados Unidos.


Lo que sigue es la crónica de un país que hizo del dolor una industria y de la dependencia un modelo económico. Es también el análisis de cómo ese negocio se infiltró en la cultura, el cine, la televisión, la música y la conversación pública, hasta volverse parte del ADN emocional estadounidense.


¿Cómo se construye un país dependiente? A partir de los años noventa, Purdue Pharma creó lo que ahora se reconoce como uno de los fraudes corporativos más destructivos de la historia moderna: convencer al sistema médico estadounidense de que OxyContin era un analgésico “seguro”, “no adictivo” y altamente efectivo para el dolor crónico. La táctica incluyó: congresos médicos pagados, estudios científicos manipulados, médicos incentivados, campañas masivas que describían el dolor como “el quinto signo vital”,  una narrativa que empujaba a tratar cualquier molestia con opioides de liberación prolongada.


La medicina dejó de ser prudente y se convirtió en un expendio de pastillas. Un dolor de espalda, una cirugía dental o una lesión deportiva eran suficientes para recibir recetas de 60, 90 o hasta 120 tabletas de oxicodona.


Lo que siguió fue una generación entera de estadounidenses que salió del consultorio con una dependencia que no pidió y que no entendía.


Estados Unidos tiene uno de los sistemas de salud más caros del mundo, pero también uno de los más fragmentados y mercantilizados. Atender el dolor de raíz —fisioterapia, acompañamiento psicológico, seguimiento clínico complejo— es caro y consume tiempo; recetar una pastilla, en cambio, es simple, rápido y generador de ganancias.

Los hospitales, presionados por indicadores de satisfacción del paciente, empezaron a medir el éxito en función de qué tan “bien controlado” estaba el dolor. Y nada lo controlaba más rápido que los opioides.


Así, la pastilla se convirtió en símbolo de eficiencia, y cualquier médico que dudara de recetar opioides era visto como insensible o anticuado.


Los opioides son baratos de producir, adictivos por naturaleza y altamente rentables. El incentivo económico estaba diseñado para multiplicar las recetas. Cada paciente era un cliente a largo plazo; cada dolor, una oportunidad de mercado; cada recaída, una victoria comercial.


El Congreso estadounidense recibió millones de dólares en cabildeo. Las aseguradoras preferían cubrir opioides antes que terapias complejas. Las farmacéuticas financiaron a organizaciones de pacientes y asociaciones médicas que exigían “mejor control del dolor”, sin mencionar que ese control pasaba por sus propios productos. La adicción dejó de ser un efecto colateral para convertirse en parte del modelo.


Durante años, Estados Unidos no tuvo un sistema nacional que permitiera vigilar cuántas recetas recibía un mismo paciente en diferentes estados. La ausencia de controles generó fenómenos como: “doctor shopping”: pacientes que visitaban múltiples médicos para obtener varias recetas. “Pill mills”: clínicas fraudulentas que recetaban opioides a cambio de efectivo. Farmacias que vendían sin preguntar. Era un mercado perfecto: legal, rentable y con una fiscalización que llegaba tarde o nunca.


La crisis de los opioides no cayó del cielo: encontró un terreno fértil en regiones golpeadas por la desindustrialización, la pobreza y el abandono estatal. Appalachia, el cinturón del óxido, zonas rurales y comunidades con desempleo masivo se volvieron epicentros del consumo. El dolor físico se mezcló con frustración, soledad, angustia económica y una profunda sensación de derrota cultural.


Para millones de familias, la pastilla no fue sólo medicina: fue alivio emocional, refugio temporal frente a un futuro que ya no prometía nada.


Con acceso limitado a servicios psiquiátricos y psicológicos, millones de estadounidenses usaron opioides para anestesiar ansiedad, depresión, traumas y estrés postraumático. El medicamento era el sustituto de un sistema de salud mental insuficiente. La crisis no fue sólo corporal: fue emocional.


Desde el año 2000, más de un millón de estadounidenses han muerto por sobredosis. La crisis puede dividirse en tres olas claramente identificables: Primera ola (2000–2010): la muerte recetada. Opioides farmacéuticos: oxicodona e hidrocodona. Segunda ola (2010–2015): la transición a la heroína. Cuando los estados comenzaron a limitar recetas, miles de personas ya dependientes migraron hacia la heroína, más barata y accesible. Tercera ola (2016–hoy): el reinado del fentanilo ilícito. Una sustancia 50 veces más potente que la heroína, mezclada con todo tipo de drogas recreativas. La crisis llegó a un punto irreversible.


Millones desarrollaron una adicción provocada por el mismo sistema que debía cuidarlos. La dependencia destruyó: empleos, matrimonios, redes familiares, proyectos de vida. La adicción dejó de ser un fenómeno marginal para convertirse en una tragedia silenciosa en hogares de clase media y trabajadora.


La crisis de opioides ha costado más de un trillón de dólares. Entre los rubros principales: pérdida de productividad, incremento en gastos hospitalarios, tratamientos de rehabilitación, juicios y litigios, sobrecarga de los sistemas policiales y judiciales. Ninguna guerra —ni Vietnam, ni Irak, ni Afganistán— ha costado tanto en vidas como la guerra contra el dolor mal administrado.


Ciudades pequeñas y medianas colapsaron socialmente. La epidemia produjo: niños huérfanos o criados por abuelos, aumento de suicidios, deterioro de la cohesión social, incremento de violencia doméstica, barrios enteros marcados por el abandono.


No es casual que los condados con mayores tasas de mortalidad por opioides sean también los más afectados por la pobreza, el desempleo y el deterioro institucional. Por décadas, Estados Unidos respondió a las drogas con cárcel, no con salud pública. El resultado fue: miles de personas encarceladas por posesión, ruptura familiar, comunidades enteras estigmatizadas, un sistema penitenciario saturado. La adicción se trató como fallo moral, no como enfermedad.


Al restringir las recetas, los pacientes dependientes no dejaron de consumir: simplemente cambiaron de sustancia. Primero heroína, luego fentanilo ilícito. El problema se agravó en lugar de disminuir.


Millones de estadounidenses dejaron de ver a sus médicos como guardianes de salud para percibirlos como engranes de una industria que lucró con su dolor. La desconfianza en el sistema sanitario es hoy mayor que nunca, afectando incluso campañas de vacunación y tratamientos generales.


La epidemia no sólo transformó las estadísticas: transformó la narrativa cultural de Estados Unidos. Todos los grandes vehículos culturales —cine, televisión, música, redes sociales— absorbieron la crisis y la devolvieron en forma de historias, metáforas y símbolos que hoy definen a una generación.


El cine estadounidense ha documentado la tragedia desde dos enfoques: la denuncia explícita y el retrato íntimo del colapso personal. Películas emblemáticas que marcaron la narrativa: Requiem for a Dream (2000) anticipó la devastación emocional de la dependencia farmacológica. Drugstore Cowboy (1989) mostró la cultura incipiente del robo de medicamentos. Beautiful Boy (2018) y Ben Is Back (2018) personalizan la tragedia familiar. El cine dejó de retratar al adicto como un delincuente para mostrarlo como víctima de un crimen corporativo.


La televisión ha sido fundamental para moldear la percepción pública. La normalización temprana: House M.D. El Dr. Gregory House, brillante pero dependiente de vicodina, se convirtió en uno de los personajes más admirados de la televisión. Mostraba a un adicto funcional, casi heroico. La idea de que el genio requiere de analgésicos sembró una peligrosa fascinación cultural.


La etapa del docudrama crítico: el juicio televisado a Purdue. Dopesick (Hulu, 2021) es la obra más importante sobre la crisis, una denuncia quirúrgica del desastre. Painkiller (Netflix, 2023) dramatiza la corrupción y la devastación emocional. Euphoria (HBO, 2019–2023) muestra cómo la dependencia llegó a los adolescentes. La televisión no sólo documentó la crisis: la explicó.


La música estadounidense, especialmente el hip-hop, abrazó inicialmente el consumo recreativo. Las redes sociales amplificaron el fenómeno de tres maneras simultáneas: Normalización estética. TikTok e Instagram difunden: memes sobre Xanax, videos de “sad aesthetic”, referencias humorísticas a Percocet o Oxy. El dolor se volvió estética; la ansiedad, identidad. Grupos como The Voices Project crearon espacios para: sobrevivientes, familiares, activistas, campañas de prevención. Las redes se transformaron en refugio y trinchera.


Influencers y artistas denunciaron directamente a los Sackler, generando campañas que lograron retirar su nombre de museos y universidades. La cultura digital convirtió el dolor en tema público y generó un movimiento social de resistencia.


El impacto cultural fue tan profundo que llegó al humor y al lenguaje cotidiano. Expresiones como “Percs” o “Xannies” circulan en el argot juvenil. El meme sustituyó a la terapia; la broma, al desahogo.


Estados Unidos desarrolló un nuevo lenguaje del dolor. Un idioma en el que la salud mental se expresa con referencias farmacéuticas.

La crisis de los analgésicos en Estados Unidos es la suma de: codicia corporativa, regulación fallida, un sistema médico mercantilizado, abandono social, heridas emocionales no tratadas.


Pero también es un espejo. El país más poderoso del mundo, obsesionado con la productividad, la autoexigencia y el éxito individual, terminó dependiendo de sustancias que prometían aliviar el dolor pero alimentaban una angustia aún mayor. El dolor físico fue el pretexto; el dolor emocional, el verdadero mercado.


El abuso de analgésicos ya no es sólo un problema médico: es el símbolo de una nación incapaz de gestionar su propio malestar. El cine denuncia, la televisión explica, la música confiesa, las redes debaten. La cultura estadounidense entera se ha convertido en un gigantesco memorial del dolor.


La crisis demuestra que un país puede tener tecnología de punta, economía vibrante y cultura global… y aun así colapsar desde dentro por una combinación letal de soledad, ansiedad y corporaciones sin escrúpulos.


Estados Unidos construyó una sociedad donde el dolor se combate con pastillas y el sufrimiento se maquilla con recetas. La factura llegó tarde o temprano: un millón de muertos, comunidades devastadas, una cultura fracturada y generaciones enteras que crecieron viendo cómo el alivio inmediato se convertía en adicción permanente.


Lo que queda por resolver no es sólo la regulación de los opioides, sino una pregunta mucho más profunda: ¿qué país intenta curar su alma con químicos? ¿Y qué sociedad emerge cuando el dolor deja de ser síntoma y se convierte en negocio?


La crisis de analgésicos en Estados Unidos es, en el fondo, la historia de cómo una nación trató de anestesiar su propio vacío… y terminó enfrentándose al mayor espejo de su fragilidad.


 
 
 

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