Zombis del fentanilo: la epidemia que devora a Estados Unidos
- Onel Ortíz Fragoso

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En la pantalla aparecen esos seres que deambulan en harapos, prácticamente esqueletos vivientes, que emiten sonidos incomprensibles, con la vista perdida y el cerebro desecho. No es una película; es una escena cotidiana en una de las calles principales del centro de Filadelfia. La imagen se repite en Los Ángeles, San Francisco, Portland, Seattle, Baltimore. Son los muertos vivientes, los zombis del fentanilo, la encarnación de una tragedia social que Estados Unidos se niega a enfrentar de manera honesta: una epidemia fabricada en casa, alimentada por la avaricia corporativa, la negligencia médica, el abandono gubernamental y el fracaso estructural de una sociedad construida sobre adicciones —al consumo, a la violencia, a la ilusión del sueño americano.
El fentanilo, ese opioide sintético entre 50 y 100 veces más potente que la morfina, sintetizado por Paul Janssen en 1960 y aprobado para uso médico en 1968, fue concebido para aliviar el dolor más intenso. Hoy, seis décadas después, genera un dolor colectivo infinitamente mayor. Es el detonante de la mayor crisis de salud pública en la historia reciente de Estados Unidos, una crisis que devora a decenas de miles de personas cada año, que desmantela familias, colapsa comunidades enteras y deja cicatrices sociales que perdurarán por generaciones.
El fentanilo nació con una doble identidad: medicina indispensable para ciertos pacientes, pero también mercancía ideal en un sistema sanitario desigual que convirtió el alivio del dolor en un negocio multimillonario. Durante años, la publicidad agresiva de farmacéuticas como Purdue Pharma promovió opioides sintéticos asegurando que no generaban adicción. Miles de médicos, presionados por aseguradoras, clínicas privadas y un sistema basado en ganancias y no en bienestar, comenzaron a recetar analgésicos incluso para dolores moderados.
Así nació la primera generación de adictos: pacientes comunes, ciudadanos respetables, trabajadores y amas de casa que iniciaron un tratamiento “de rutina” y terminaron atrapados en una espiral de dependencia que los llevó primero a la oxicodona, luego a la heroína y finalmente al fentanilo.
Lo que siguió fue inevitable: cuando la regulación llegó demasiado tarde y las farmacéuticas empezaron a enfrentar demandas millonarias, decenas de miles de personas ya eran adictas. La demanda creada por la propia industria médica se transformó en un mercado negro perfecto para el crimen organizado. De manera paralela, los traficantes descubrieron que el fentanilo era barato, fácil de transportar, sencillo de mezclar con otras drogas y extremadamente adictivo. Un negocio redondo.
Quien quiera comprender el colapso de la sociedad estadounidense sólo necesita caminar por Kensington Avenue, en Filadelfia. Ahí, donde alguna vez hubo vida de barrio, comercios familiares y trabajadores sindicalizados, hoy se camina entre seres humanos doblados sobre sí mismos, detenidos en una posición casi imposible, congelados como estatuas humanas: la “pose del fentanilo”.
Parecen cuerpos sin alma, zombis que respiran por inercia. Algunos gruñen, otros tiemblan, otros simplemente se desploman como muñecos de trapo. La policía ya no intenta detenerlos, los paramédicos ya no dan abasto, los trabajadores sociales ya no pueden rescatar a nadie. Es una ciudad tomada por la muerte lenta.
En Los Ángeles, especialmente en el área de Skid Row, la escena es incluso más devastadora. Tents, fogatas improvisadas, basureros convertidos en refugios, calles saturadas de jeringas. Y en medio de todo, los zombis: jóvenes, adultos, ancianos, hombres y mujeres por igual. Una epidemia transversal que no reconoce clase social ni raza, aunque golpea con particular violencia a indígenas estadounidenses, afroamericanos y comunidades empobrecidas.
Este fenómeno —visible, masivo, imposible de ocultar— es la metáfora de un país que vive entre el esplendor y la devastación, entre Silicon Valley y Kensington, entre Wall Street y los callejones de Filadelfia. Estados Unidos es, a la vez, la capital mundial de la innovación tecnológica y la capital mundial de la muerte por sobredosis.
No son conjeturas: son datos oficiales del propio gobierno estadounidense. En 2022, más de 76,000 personas murieron por sobredosis de fentanilo. Entre octubre de 2023 y septiembre de 2024, se registraron 87,000 muertes relacionadas con opioides sintéticos. El fentanilo es ya la principal causa de muerte entre estadounidenses de 18 a 49 años. Sólo 2 miligramos pueden ser letales, pero la mayoría de los consumidores ni siquiera sabe que lo está ingiriendo. Se calcula que el costo económico de la epidemia de opioides alcanzó 1.5 billones de dólares en 2020.
Mientras la Casa Blanca declara estados de emergencia, las familias entierran a hijos, hermanos y padres; las empresas pierden trabajadores; los hospitales se saturan; las cárceles se llenan; y las calles se convierten en vitrinas de la miseria humana.
Antes de culpar a traficantes en México o a precursores químicos provenientes de China, conviene mirar la cadena original del desastre: la industria farmacéutica estadounidense. Fue ella quien creó el mercado. Fue ella quien manipuló los estudios clínicos. Fue ella quien inundó consultorios y hospitales con opioides. Fue ella quien transformó el dolor humano en dólares.
Y fue el propio sistema político estadounidense el que permitió que las farmacéuticas actuaran sin regulación efectiva durante décadas. Ningún cartel mexicano pudo haber producido esta epidemia sin el combustible inicial proporcionado por médicos irresponsables y corporaciones codiciosas dentro de Estados Unidos.
Pero una vez desatada la dependencia, el mercado ilegal ocupó su lugar natural. El fentanilo se convertía así en la droga favorita del crimen organizado: barato, fácil de producir, difícil de detectar, extremadamente rentable.
El fentanilo no es el origen del colapso social estadounidense; es el síntoma más evidente. El país llegó aquí por un cúmulo de factores: desigualdad extrema; pobreza urbana creciente; un sistema de salud excluyente; falta de servicios de salud mental; violencia estructural; políticas de drogas fallidas; una cultura que fomenta el individualismo al extremo; y la incapacidad del Estado para construir redes comunitarias.
Los adictos al fentanilo no son monstruos; son víctimas. Víctimas de un modelo económico que precariza, de un sistema médico que mercantiliza la vida, de una política que criminaliza en lugar de ayudar, de un Estado que abandona a quienes más lo necesitan.
Mientras tanto, la crisis se convierte en otro mercado. Las farmacéuticas venden naloxona; empresas privadas operan centros de rehabilitación carísimos; corporaciones de seguridad venden más armas, cámaras y software policial; compañías funerarias reciben miles de cuerpos al año; políticos utilizan el miedo para impulsar agendas conservadoras. La muerte también es un negocio en la economía estadounidense.
Si bien la epidemia nació en casa, el discurso político estadounidense necesitaba un enemigo externo. Así se fabricó la narrativa de que México es el principal responsable. Una narrativa funcional: permite justificar militarización en la frontera, presionar por intervención extraterritorial, criminalizar comunidades migrantes, y posicionar al crimen organizado como enemigo público número uno.
El fentanilo se volvió entonces el pretexto perfecto para la política exterior estadounidense.
La ecuación es simple: Estados Unidos fabrica la crisis mediante su industria farmacéutica. Pierde el control por prácticas médicas irresponsables. Los traficantes ocupan el mercado abandonado por las corporaciones. Decenas de miles mueren cada año. Políticos culpan a México para evitar admitir el fracaso interno. Se exige militarización, intervención y mano dura. Una tragedia humana convertida en estrategia geopolítica.
Los zombis del fentanilo son la metáfora perfecta de un país que vive con el alma rota. Seres humanos reducidos a sombras, cuerpos sin voluntad, vidas suspendidas. Son el recordatorio brutal de que el modelo estadounidense —el modelo que se promociona globalmente como ejemplo de éxito— también produce monstruos.
El modelo neoliberal avanzado de Estados Unidos, con su cultura de hiperconsumo, su individualismo extremo, su privatización de todo lo imaginable y su obsesión por la productividad, ha generado las condiciones para el colapso. La epidemia del fentanilo es la prueba más contundente de que no se puede sostener una sociedad basada únicamente en el mercado.
Las consecuencias son devastadoras: Niños que crecen sin padres. Madres que buscan a hijos desaparecidos entre campamentos de adictos. Barrios convertidos en zonas de emergencia. Cadenas de restaurantes y supermercados que abandonan ciertos vecindarios por inseguridad. Incremento en los índices de suicidio. Adictos contagiados de VIH y hepatitis. Colapso del sistema de paramédicos. Incremento de la violencia interpersonal por consumo combinado de fentanilo con metanfetamina. La epidemia no sólo mata; desintegra el tejido social.
Mientras tanto, el Estado estadounidense continúa sin una estrategia clara. Los programas de rehabilitación son insuficientes; la naloxona salva vidas pero no resuelve el problema; las cárceles están llenas de adictos que jamás debieron estar ahí; y los gobiernos estatales intercambian acusaciones sin una coordinación nacional efectiva.
El resultado es un círculo de abandono: adictos abandonados; comunidades abandonadas; ciudades abandonadas; instituciones colapsadas; y un Estado atado a la narrativa del enemigo externo.
Mientras Estados Unidos enfrenta su catástrofe interna, en México ocurre algo preocupante: el país está repitiendo el patrón estadounidense, pero sin información suficiente para diagnosticar la magnitud del problema. No existe una Encuesta Nacional de Consumo de Drogas actualizada desde 2017. Lo que se conoce proviene de reportes sueltos, medios de comunicación y datos estatales fragmentados.
Lo cierto es que México pasó de ser productor a consumidor. El consumo de fentanilo aumenta en ciudades fronterizas como: Tijuana, Ciudad Juárez, San Luis Río Colorado, Piedras Negras, Ciudad Victoria. Pero estamos avanzando a ciegas.
Las cifras y datos son fríos, pero detrás de cada número hay personas: adolescentes que probaron una pastilla falsificada sin saber que contenía fentanilo; adultos que iniciaron con un analgésico recetado por un médico; trabajadores despedidos que recurrieron a drogas para soportar el dolor emocional; migrantes vulnerables atrapados en espirales de adicción; veteranos de guerra sin atención psicológica adecuada; mujeres que consumieron fentanilo mezclado con metanfetamina sin saberlo. Nadie está a salvo. El fentanilo no llegó para destruir a Estados Unidos; llegó para revelar lo que ya estaba roto.
Estados Unidos creó la crisis del fentanilo. La alimentó con avaricia corporativa y negligencia médica. La expandió con políticas públicas fallidas. La utilizó políticamente para culpar a México y justificar militarización e injerencia extranjera.
Hoy, esa crisis se ha convertido en una epidemia de zombis: seres humanos vagando por las calles de las grandes ciudades, testigos vivientes de un país que perdió la capacidad de proteger a su propia población.
El fentanilo es, al final, la fotografía más cruda del fracaso moral, social y económico de la nación más poderosa del mundo. No hay muro que pueda contener este colapso. No hay narrativa política que pueda ocultarlo. No hay enemigo externo que pueda justificarlo. Estados Unidos se enfrenta a su creación más devastadora: su propio modelo convertido en arma contra sí mismo.
@onelortiz




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