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Comparaciones Estadísticas y Comparaciones Políticas: Dos caminos divergentes

  • Foto del escritor: Onel Ortíz Fragoso
    Onel Ortíz Fragoso
  • 7 jun
  • 6 Min. de lectura

Lo primero que te enseñan en las clases de estadística es que no puedes comparar peras con manzanas. Si no quieres obtener una baja calificación debes aprender que una comparación exige un punto base y un conjunto de datos que correspondan a fenómenos similares para poder extraer algunos resultados útiles. Los más sencillos son las medidas de tendencia central: la moda, la mediana y la media. Si deseas hacer una proyección lineal, por lo menos necesitas cinco datos de la misma serie. Si lo que buscas es una proyección más compleja, debes desarrollar un algoritmo que considere algunas variables que pueden incidir directamente en el fenómeno estudiado.


Esa metodología rigurosa que parte de la humildad frente a los datos contrasta de manera radical con el uso que se hace de las comparaciones en la arena política. Allí, la regla de oro no es la objetividad, sino la conveniencia; no la búsqueda de la verdad, sino el acomodo de la narrativa al interés. Mientras que en el análisis estadístico el dato es la estrella y el método su fundamento, en el discurso político el dato es una marioneta que se manipula para dar forma al teatro que se desea representar.


Las ciencias sociales, claro está, no viven de los datos desnudos: incorporan elementos más sutiles como las percepciones, las tendencias de opinión o los estudios de mercado que, aunque con bases metodológicas, no dejan de ser aproximaciones y no hechos concluyentes. La diferencia esencial es que, a pesar de esta complejidad, su objetivo es aproximarse a la verdad de un fenómeno, reconocer los matices y las múltiples variables que configuran el comportamiento humano. Las encuestas, los muestreos y las mediciones de percepción nos hablan de probabilidades, no de certezas. Pero la política, muchas veces, se aferra a la ilusión de la certeza.


La diferencia entre la comparación estadística y la comparación política se puede ver con toda claridad en los debates que siguieron a la primera elección judicial por voto popular en México, realizada el pasado 1 de junio. Mientras la estadística nos da herramientas para dimensionar la participación, la preferencia y las tendencias reales de la ciudadanía, la comparación política es más bien un ejercicio de oportunismo: el uso de ciertos datos —e incluso de datos parciales— como munición para fortalecer la narrativa de quien los exhibe.


La oposición, por ejemplo, tomó como bandera la baja participación ciudadana. De ahí extrajo un argumento de fracaso que no admite matices: “fue un fracaso”, dicen, sin importar el contexto, sin analizar las posibles razones detrás de la abstención, sin detenerse a ver la naturaleza inédita de la elección ni su diferencia frente a procesos legislativos o ejecutivos. Para ellos, la baja participación es una cifra mágica que legitima todo su discurso, sin necesidad de analizar su relación con el desencanto ciudadano, con el desconocimiento de la reforma o con la simple inercia cultural que no considera las elecciones judiciales como relevantes.


Por otro lado, el gobierno y sus partidarios tomaron el resultado numérico de la votación y lo compararon con los datos obtenidos por partidos de oposición en las elecciones legislativas pasadas, concluyendo que “se obtuvo más apoyo que algunos partidos” y que por tanto el proceso fue un éxito. Aquí también se ignoran variables: se omite el hecho de que en una elección judicial no compiten partidos, que la motivación del voto es distinta y que, en muchos casos, la ciudadanía no tuvo la misma información o incentivo que cuando vota para elegir diputados o senadores. Pero esa comparación política funciona porque cumple con el objetivo esencial de toda comparación política: sostener una narrativa que favorezca a quien la usa.


En ambas posturas lo que se sacrifica es la comprensión real del fenómeno: ¿Por qué votó la gente? ¿Por qué no votó? ¿Cuáles fueron los incentivos? ¿Qué factores culturales, sociales o económicos influyeron? ¿Cuáles fueron los sesgos informativos y las limitaciones logísticas? Las comparaciones estadísticas no buscan victorias políticas: buscan la verdad de un fenómeno social, con sus luces y sus sombras. Las comparaciones políticas, en cambio, buscan aplausos y justificaciones.


Este fenómeno no es exclusivo de México. En todo el mundo, la política se ha convertido en una competencia de narrativas más que de argumentos. Basta ver cómo, en muchos países, las cifras del desempleo o del crecimiento económico son usadas por gobiernos y oposiciones como armas arrojadizas, cada uno eligiendo el dato que más conviene y omitiendo el que contradice su versión. Es la vieja práctica de “contar la parte que me conviene” y silenciar la que me incomoda.


En el caso mexicano, la elección judicial del 1 de junio debe analizarse con la rigurosidad de la estadística y la humildad de la sociología. No se trataba solo de ver cuántas personas votaron, sino de entender por qué lo hicieron y qué nos dice eso sobre la cultura política y la confianza en las instituciones. Las comparaciones políticas, sin embargo, redujeron el fenómeno a una consigna: fracaso o éxito, dependiendo de quién lo diga.


Lo preocupante es que esta práctica no es inofensiva. Cuando se usan comparaciones políticas en lugar de comparaciones estadísticas, la consecuencia es una sociedad cada vez más polarizada y desinformada. La ciudadanía recibe versiones parciales de la realidad y termina tomando partido no sobre la base de la verdad, sino de la propaganda. Esto debilita la democracia, porque una democracia saludable necesita ciudadanos informados, no hinchas que repiten consignas.


Además, la sustitución de la comparación estadística por la política contribuye a la banalización de los problemas sociales. Se convierte en una lucha de percepciones y no de soluciones. Las narrativas políticas funcionan como cortinas de humo que ocultan las verdaderas causas de los problemas y retrasan las respuestas necesarias. En el caso de la elección judicial, por ejemplo, la baja participación debió ser una llamada de atención para preguntarnos cómo mejorar la información y la educación cívica de la ciudadanía, cómo acercar la justicia a la gente y cómo fortalecer la legitimidad del poder judicial. En lugar de eso, se convirtió en un argumento para declarar un fracaso o un triunfo, dependiendo del color del cristal con que se mire.


En el fondo, las comparaciones estadísticas y las políticas son reflejo de dos actitudes distintas frente a la realidad. La comparación estadística parte de la honestidad intelectual: no parte de lo que quiero demostrar, sino de lo que quiero entender. Supone reconocer que la realidad es compleja y que, a veces, los datos nos llevan a conclusiones incómodas. La comparación política, en cambio, parte del deseo de reafirmar lo que ya creemos. No busca entender la realidad, sino doblarla hasta que encaje en la narrativa que ya tenemos lista.


Es cierto que, en política, la narrativa es indispensable. Los políticos viven de ella. Pero cuando la narrativa reemplaza al análisis riguroso, se pierde la oportunidad de construir soluciones duraderas y se siembra la desconfianza en las instituciones. El resultado es una política cada vez más basada en el espectáculo y menos en la sustancia.


Por eso, quienes creemos en la necesidad de una política responsable debemos insistir en la diferencia entre comparar peras con peras y comparar lo que nos conviene. Debemos exigir que las decisiones públicas y los debates políticos se basen en datos confiables y no en comparaciones amañadas. Y debemos reconocer que la estadística, con sus limitaciones y complejidades, sigue siendo una herramienta fundamental para entender el mundo y no solo para adornar discursos.


La elección judicial del 1 de junio es una oportunidad para reflexionar no solo sobre la participación ciudadana o la legitimidad de la reforma judicial, sino también sobre el papel que deben jugar las comparaciones estadísticas en el debate público. Si permitimos que las comparaciones políticas dominen el discurso, la verdad siempre estará subordinada a la conveniencia. Si, en cambio, recuperamos la humildad del análisis riguroso y la honestidad de los datos, tendremos la oportunidad de construir una democracia más sólida y una política más responsable. En estos tiempos de polarización y posverdad, esa diferencia no es menor: es, quizá, la diferencia entre un país que se hunde en el ruido y uno que encuentra el camino hacia el diálogo y la verdad. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.

*@onelortiz

 
 
 

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