El colapso #Neoliberal
- Onel Ortíz Fragoso

- 22 may
- 5 Min. de lectura
Durante décadas, los debates sobre el fin del neoliberalismo giraban en torno a la esperanza de que fuera la izquierda —ya fuera su versión revolucionaria o su rostro más amable, la socialdemocracia— la que sepultara un modelo económico que convirtió al mercado en juez y parte de la vida pública, y al Estado en su secretario de actas. Sin embargo, el desenlace fue muy distinto. El neoliberalismo no fue derrocado por los sindicatos ni por una insurrección obrera ni por una nueva ola de gobiernos progresistas. Fue la derecha radical, blanca, excluyente y anti-globalista, la que —con brutalidad política— destruyó los pilares del orden económico global instalado tras la Guerra Fría.
Desde 2010, hemos presenciado el ascenso paulatino pero sostenido de la ultraderecha en democracias europeas y americanas. Esta nueva derecha no es conservadora en el sentido clásico, sino reaccionaria. No defiende las instituciones liberales, sino que las instrumentaliza para tomar el poder y, desde ahí, dinamitarlas. Su enemigo no es sólo la izquierda, sino el propio liberalismo económico, el multilateralismo, el libre comercio y la gobernanza ambiental. Su blanco no son únicamente los socialistas, sino los tratados de comercio, los bloques económicos, las organizaciones internacionales, los acuerdos climáticos, las minorías, los migrantes y, sobre todo, el «progresismo» cultural que etiquetan con desdén como “cultura Woke”.
Paradójicamente, esta nueva derecha tomó los restos del descontento que sembró el neoliberalismo y los convirtió en combustible para su proyecto autoritario. En ese sentido, el neoliberalismo no fue derrotado por quienes lo denunciaron durante años, sino por quienes lo heredaron para destruirlo desde su núcleo.
El rostro brutal del neoproteccionismo. Cinco meses han bastado para que Donald Trump, en su segundo mandato, haya transformado el orden mundial de una forma más profunda que cualquier tratado internacional. En apenas 150 días, ha trastocado las reglas del comercio global. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte, ya reconfigurado durante su primer mandato, ha sido finalmente desmantelado. Las cadenas de suministro están siendo rediseñadas no por criterios de eficiencia, sino de soberanía comercial y revancha geoeconómica.
Trump no habla de “integración”, sino de “dominación”. Su nuevo discurso ya no se disfraza de pragmatismo, sino que se alimenta abiertamente del lenguaje imperial. En foros internacionales ha propuesto el control militar del Canal de Panamá, ha declarado su intención de “anexar” Canadá para “garantizar su estabilidad democrática” y ha retomado —con grotesco entusiasmo— la idea de comprar Groenlandia como si estuviéramos en pleno siglo XIX.
Pero el episodio más brutal de este nuevo neocolonialismo es su propuesta de “liberar Gaza” para construir un resort internacional, expulsando a su población y desplazando el conflicto palestino-israelí hacia una lógica empresarial, como si los millones de vidas en juego pudieran desplazarse como mercancías. No es un desvarío ni una provocación: es un proyecto ideológico coherente con su visión del mundo, donde los pueblos no tienen derechos sino precio, y donde el poder no se ejerce con diplomacia sino con decreto.
El ocaso de los bloques y el nuevo colonialismo. La globalización fue el rostro económico del neoliberalismo: supuso la desregulación de los mercados, la movilidad casi absoluta de capitales y la creación de bloques comerciales que tejieron una red de interdependencia. A su vez, esta lógica impuso un modelo de gobernanza transnacional donde las decisiones sobre derechos laborales, justicia fiscal y regulaciones ambientales quedaron supeditadas a los intereses de las grandes corporaciones.
Hoy, ese andamiaje se desmorona. Y no por el empuje de los movimientos altermundistas, sino por la acción directa de gobiernos nacionalistas que han comprendido que la política del miedo —al migrante, al musulmán, al latino, al “otro”— es más rentable electoralmente que cualquier tecnocracia globalista.
El neoproteccionismo avanza bajo un nuevo mandato: no se trata de cuidar la industria nacional para fortalecer el empleo, sino de cercar los mercados y monopolizar los recursos. Es un proteccionismo sin Estado de bienestar; una defensa del capital nacional sin derechos sociales. Se cierra la economía para abrir las puertas del autoritarismo.
En este contexto, el nuevo colonialismo ya no es territorial, sino funcional. No necesita conquistas, sino subordinaciones. África sigue siendo saqueada por corporaciones extractivas; América Latina es presionada por tratados asimétricos que consolidan su papel de proveedor de materias primas; Asia es vista como una fábrica global que debe ser “disciplinada” cuando sus gobiernos se desvían de la agenda occidental. Y en esta lógica, los pueblos indígenas, los migrantes, las mujeres y las minorías sexuales son despojados no solo de derechos, sino de humanidad.
El fracaso del centro y la orfandad de la izquierda. Mientras la derecha radical avanza con paso firme, el centro liberal y la izquierda parecen atrapados en un letargo analítico. Incapaces de ofrecer alternativas reales al neoliberalismo, muchos progresistas optaron por adaptarse al sistema que criticaban, creyendo que podían humanizarlo desde dentro. La socialdemocracia europea, en particular, perdió su alma al renunciar a sus postulados históricos y abrazar las recetas del FMI y la lógica empresarial.
El resultado es que hoy no hay una narrativa alternativa que convoque a las mayorías. La izquierda institucional está fracturada; los movimientos sociales se encuentran dispersos y cooptados; y la ciudadanía, harta de promesas incumplidas, ha encontrado en el autoritarismo una respuesta simplista a problemas complejos.
Lo que queda es una profunda orfandad política. El neoliberalismo fue herido de muerte, pero su cadáver todavía ocupa la sala. Nadie ha sido capaz de enterrarlo y proponer un nuevo contrato social.
Mientras tanto, Trump y sus aliados avanzan, no solo con discursos incendiarios, sino con reformas estructurales que reordenan el planeta bajo una lógica neocolonial. Lo verdaderamente preocupante no es solo lo que Trump dice, sino lo que hace. Y lo que hace tiene consecuencias globales: en la geopolítica, en el medio ambiente, en los derechos humanos, en la cultura democrática.
Si su proyecto logra consolidarse en los próximos tres años y medio, estaremos ante un nuevo orden mundial en donde el autoritarismo económico, el supremacismo cultural y el dominio territorial regresen como fórmulas de gobierno. No se tratará solo de resistirlo, sino de imaginar otro horizonte posible.
La izquierda y el centro político tienen que salir de su parálisis. No basta con defender la democracia liberal si esta ya no garantiza bienestar, equidad y justicia. Tampoco se puede apelar a un progresismo simbólico que hable de inclusión pero no combata la desigualdad estructural. Se necesita una propuesta radical en el mejor sentido del término: que vaya a la raíz del problema y se atreva a redistribuir poder, riqueza y dignidad.
Lo que está en juego no es solo el futuro de un modelo económico, sino el sentido mismo de la convivencia humana en el siglo XXI.
Hoy, el mundo enfrenta una disyuntiva histórica. Por un lado, la persistencia de un sistema desigual que solo maquillaba su violencia estructural con discursos de eficiencia. Por otro, una nueva derecha que no busca maquillar nada, sino imponer su verdad a través de la fuerza.
El neoliberalismo se desangró por su propia arrogancia, pero su muerte no fue celebrada por los pueblos, sino aprovechada por quienes quieren sustituir la explotación con la dominación abierta.
En nombre del Estado, la Nación o la Seguridad, los nuevos líderes radicales quieren reinstalar formas de control que creíamos superadas. No es el regreso del pasado: es su reciclaje con nuevas herramientas.
Por eso, la urgencia no es solo resistir, sino imaginar. No se trata de volver al centro ni de proteger los restos del viejo orden, sino de construir uno nuevo, con base en la justicia, la cooperación y la soberanía de los pueblos. Porque el monstruo ya despertó, y no bastará con denunciarlo: habrá que derrotarlo. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
*@onelortiz




Comentarios