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El Crack: Herida abierta en Estados Unidos

  • Foto del escritor: Onel Ortíz Fragoso
    Onel Ortíz Fragoso
  • 26 sept
  • 8 Min. de lectura

Hablar del crack en Estados Unidos es hablar de una herida abierta en el corazón urbano de la potencia mundial; una sustancia que, en apariencia, era solo una variación barata de la cocaína, terminó convirtiéndose en un fenómeno social, político y cultural de dimensiones enormes. El crack no fue únicamente una droga: fue un dispositivo de marginación, un detonante de violencia, un pretexto para endurecer políticas racistas y una metáfora de la desigualdad estructural.


Su irrupción encendió barrios enteros, alteró el pulso de las grandes ciudades y modeló la conversación pública a partir de imágenes simplificadoras que estigmatizaron a generaciones de afroamericanos y latinos, mientras reforzaban un aparato punitivo que creció más rápido que cualquier estrategia de salud pública.


El consumo de crack marcó la vida de millones de estadounidenses en las décadas de 1980 y 1990; generó titulares que hablaban de una “epidemia”, justificó la expansión de la llamada Guerra contra las Drogas y dejó cicatrices sociales tan profundas como las que produce en el organismo de quien lo fuma. Lo que empezó como “piedras” baratas vendidas en las esquinas se volvió una topografía moral: zonas rojas, edificios tapiados, parques vacíos, una estética del abandono que todavía hoy define mapas de exclusión.

Para entender la contundencia de esa marca hay que recordar la naturaleza misma de la sustancia. El crack se obtiene al mezclar clorhidrato de cocaína con bicarbonato de sodio o amoníaco y agua, para luego calentar la mezcla hasta formar pequeños cristales sólidos o “piedras”.


Se fuma en pipas de vidrio o metal, lo que permite que la sustancia llegue al cerebro en segundos; esa rapidez explica su potencia adictiva: el consumidor recibe un golpe de euforia intenso pero breve, de cinco a diez minutos, seguido por un vacío apremiante que empuja a repetir la dosis. En ese carrusel se multiplican la energía y la alerta, se instala una sensación efímera de poder y vitalidad, se acelera el corazón, la respiración, sube la presión arterial, desaparece el apetito y se suspende el sueño; la noche se vuelve larga, los días se comprimen, la vida gira alrededor de la próxima calada.

Los riesgos físicos son evidentes: no solo es altamente adictivo, más que la cocaína en polvo por la brevedad del efecto que reclama reconsumo, sino que multiplica la posibilidad de infartos, arritmias y derrames cerebrales incluso en personas jóvenes; a ello se suma el deterioro respiratorio propio del humo caliente que quema vías aéreas y pulmones, y un desgaste físico acelerado que se traduce en pérdida de peso, envejecimiento prematuro y debilidad inmunológica.


A nivel mental y social, tras la euforia asoman la ansiedad y la paranoia; en consumos prolongados, la psicosis y las alucinaciones; cuando declina el efecto, la depresión hunde; y en el plano cotidiano, la compulsión por conseguir la siguiente “piedra” erosiona el trabajo, rompe vínculos, normaliza la violencia y arrastra a familias enteras a una pendiente.


La historia del crack en Estados Unidos puede leerse como una cronología de decisiones públicas antepuestas a la evidencia, en tres movimientos. Primero, el surgimiento, a principios de los ochenta, cuando la cocaína en polvo circulaba como la droga glamorosa de las élites y el crack se convirtió en su versión barata, fraccionable, accesible en barrios afroamericanos y latinos de Nueva York, Los Ángeles, Miami o Chicago.


La prensa bautizó aquello como “epidemia”, y el encuadre mediático pronto hizo del crack un objeto moral: más que una sustancia, un síntoma del supuesto colapso de la vida comunitaria de “los otros”. Después vino el auge con criminalización, a mediados de los ochenta y durante los noventa, cuando la disputa por territorios de venta disparó homicidios y tiroteos, y el gobierno de Ronald Reagan respondió con más policía y más cárcel: la Anti-Drug Abuse Act de 1986 estableció penas mínimas obligatorias que fijaron una disparidad asombrosa entre crack y cocaína en polvo —cinco gramos de crack equivalían a quinientos de polvo—, mientras la campaña “Just Say No” de Nancy Reagan reducía la prevención a un eslogan moralizante.


El resultado fue previsible: encarcelamiento masivo, sobre todo de afroamericanos y latinos, por posesión menor; familias deshechas, economías barriales desarticuladas, una escuela de estigmas donde “crack mother” y “crack baby” fueron etiquetas para deshumanizar a mujeres pobres y a sus hijos, sin mirar la cadena de carencias que condicionaba sus vidas. Por último, llegó una revisión tardía que se desplegó lentamente a partir de finales de los noventa y que, con la Fair Sentencing Act de 2010, redujo la disparidad punitiva; la administración Obama consolidó un lenguaje de salud pública para hablar de adicciones y los estados expandieron, con desigualdades notables, la oferta de tratamiento y la reducción de daños.


Para entonces, el epicentro de la mortalidad por drogas se había desplazado hacia los opioides, pero el legado del crack —barrios desgarrados, generaciones marcadas por la cárcel, desconfianza hacia las instituciones— seguía presente como un sedimento.

El problema del crack no se limita a su farmacología ni a la violencia de mercado que generó, sino a la manera en que el Estado decidió mirarlo: como una amenaza a controlar más que como un sufrimiento que atender. La disparidad de sentencias entre crack y cocaína en polvo mostró sin disimulo la construcción racial de la política criminal: las sustancias químicamente emparentadas recibieron castigos radicalmente distintos según su geografía social; la droga de los barrios pobres se castigó con furia, la droga de los clubes y oficinas se castigó con indulgencia.


Esa arquitectura produjo efectos de largo aliento. La cárcel no solo separó cuerpos; vació hogares, precarizó ingresos, limitó el acceso futuro a empleos, vivienda y voto; convirtió a millones de personas en exconvictos con papeles marcados que les cerraron puertas. La supuesta “tolerancia cero” fue, en realidad, tolerancia a la desigualdad: mientras se militarizaban vecindarios, se recortaban presupuestos de empleo y salud mental; mientras se financiaban cárceles, se cerraban escuelas; mientras se endurecían códigos penales, se precarizaba la vida. Se llamaba Guerra contra las Drogas, pero lucía demasiado a guerra contra los pobres.


La factura económica de esa elección punitiva fue colosal. Mantener a millones de personas tras las rejas por delitos menores de drogas costó miles de millones de dólares, drenó recursos que pudieron haberse invertido en prevención, vivienda, atención comunitaria, oportunidades laborales.


La economía ilegal del crack, aunque lucrativa para cúpulas criminales y semilleros de violencia, implicó para las ciudades un círculo de depreciación inmobiliaria, fuga de comercios, deterioro de servicios y, con ello, menos base tributaria y peores servicios públicos: una espiral de empobrecimiento territorial que aún hoy se mapea con precisión en determinadas zonas de Baltimore, Detroit, Filadelfia o el sur del Bronx. El sistema de salud absorbió, además, el costo cotidiano de urgencias por sobredosis, crisis psicóticas, lesiones asociadas, y luego la demanda de programas de desintoxicación y rehabilitación crónicamente insuficientes; demasiado poco, demasiado tarde.


Pero el crack no solo transformó presupuestos y códigos penales: cambió el modo en que Estados Unidos se pensó a sí mismo. La cultura popular registró el terremoto con la precisión que a veces niega la estadística. En el hip hop, Public Enemy denunció la indiferencia del Estado; N.W.A. e Ice-T contaron la violencia que respiraba el asfalto de Los Ángeles; The Notorious B.I.G. compiló en “Ten Crack Commandments” la gramática del narcomenudeo; Jay-Z y Nas narraron haber crecido en medio de la “crack era” con la ambivalencia de quien conoce tanto la tentación del dinero rápido como el precio de sobrevivir.


El cine y la televisión ofrecieron su propia cartografía: New Jack City mostró la construcción de un imperio de crack; Menace II Society recogió la adolescencia acorralada por la violencia; Clockers siguió a vendedores jóvenes atrapados entre lealtades y fatalismo; The Corner y The Wire de David Simon hicieron la radiografía total de un ecosistema donde policía, escuelas, política, prensa y economía informal forman un circuito donde el crack es detonador y excusa; años después, Moonlight bajó el volumen de la épica del barrio para escuchar el zumbido íntimo del trauma, la soledad y el cuidado posible.


También la literatura de no ficción levantó actas: en Smoke and Mirrors, Dan Baum exploró la construcción política y mediática de la “epidemia” y de la guerra; en The Corner, Simon y Burns hicieron del detalle cotidiano el espejo de una ciudad rota. La cultura popular, así, no solo ilustró la tragedia: disputó el relato, impugnó estigmas, mostró los costos humanos de políticas que preferían cifras de arrestos a historias de recuperación.


Cabría preguntarse, desde el presente marcado por los opioides, si Estados Unidos aprendió algo de la época del crack. La respuesta es incómoda: solo parcialmente. Con los opioides, el discurso sanitario ocupó un lugar central desde más temprano, los modelos de atención se financiaron con mayor decisión, la naloxona se volvió herramienta comunitaria; pero ese giro coincidió con una base demográfica distinta —blancos de clase trabajadora y media fuera de las metrópolis— que obligó a recordar que la compasión, como los presupuestos, también tiene geografía.


La lección de fondo, sin embargo, se mantiene: criminalizar la pobreza no cura la adicción, inflarla de castigo no abate la oferta, multiplicar patrullas no sustituye escuelas ni consultorios. La prevención seria exige empleo digno, vivienda asequible, salud mental accesible, tratamiento oportuno, reducción de daños y acompañamiento comunitario; sin esa constelación, cualquier política antidrogas es apenas una coartada.

No se trata de romantizar ni de absolver; se trata de entender. El crack fue devastador. Destruyó cuerpos, familias, calles. La imagen de la pipa de vidrio bajo la luz naranja de una lámpara pública no es una anécdota: es un signo de agotamiento y dolor. Pero también es cierto que la respuesta estatal eligió, demasiadas veces, la reja por encima del remedio; prefirió el expediente rápido del castigo antes que el trabajo lento de la reparación. Lo justo, entonces, no es negar la responsabilidad individual, sino reconocer la responsabilidad colectiva: ciudades que abandonaron barrios, economías que expulsaron empleos, sistemas escolares que reprodujeron desigualdades, hospitales saturados que medicalizaron el sufrimiento sin integrarlo en redes de cuidado.


Ver el crack como símbolo ayuda a no repetir errores. Simboliza la desigualdad capaz de encarnarse en una droga y desde ahí moldear políticas, titulares, presupuestos y biografías.


Simboliza un racismo institucional que puede convertir químicamente iguales en penalmente distintos. Simboliza, también, la potencia de la cultura para narrar lo que los informes no alcanzan: la escena del niño que cruza una esquina donde antes había una tienda y ahora solo queda un muro pintado con consignas policiales; la madre que mira, desde la ventana, cómo se llevan a su hijo; el joven que, a falta de trabajo, aprende que el reloj se mide en dosis y en rondines. Y simboliza la posibilidad de otro camino: el de quienes, contra todo pronóstico, rehacen la vida con programas de vivienda transicional, terapia, empleos con segundas oportunidades, clínicas abiertas por la noche, mentores que conocen el idioma de la calle y el del cambio.


Hoy el crack ya no domina la estadística del horror; la palabra que ocupa los titulares es fentanilo. Sin embargo, sería un error suponer que la página está cerrada. Las ciudades cargan con la deuda de la década perdida en cárceles, las familias sostienen duelo por ausentes de larga duración, los expedientes judiciales siguen influyendo en decisiones presentes, el estigma no caduca con el calendario. Por eso, si de veras se aprendió algo, la memoria del crack debería operar como un antídoto contra la tentación de respuestas fáciles: no más disparidades punitivas por clase y raza, no más presupuestos que castiguen más que cuiden, no más campañas de cartón piedra que confundan moral con política pública. La reducción de daños no es permisividad, es realismo; el tratamiento no es debilidad, es política inteligente; la reinserción no es ingenuidad, es seguridad pública a largo plazo.


Al final, el balance no admite eufemismos: el crack fue más que una droga; fue un parteaguas que reveló cómo decide una sociedad cuando el sufrimiento está lejos del centro. Marcó a comunidades enteras, destapó el racismo institucional, justificó encarcelamientos masivos y dejó un legado cultural que, todavía hoy, nos recuerda lo que ocurre cuando un país elige castigar en vez de sanar.


Ninguna sociedad puede combatir una epidemia criminalizando la pobreza; ninguna policía puede sustituir a una escuela, ningún juzgado a una clínica, ninguna prisión a una casa con comida, afecto y trabajo. Detrás de cada piedra de crack hubo una vida que merecía políticas mejores. Si Estados Unidos quiere cerrar la herida, tendrá que suturar con hilo distinto: menos contundente en el garrote, más obstinado en la justicia social. Solo así, quizá, esa cicatriz deje de doler y empiece a contar la historia de una corrección a tiempo.


Eso pienso yo, usted que opina. La Política es de Bronce.


El Crack: Herida abierta en Estados Unidos

Por Onel Ortíz Fragoso

@onelortiz


 
 
 

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