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El día que Hidalgo no tomó la Ciudad de México

  • Foto del escritor: Onel Ortíz Fragoso
    Onel Ortíz Fragoso
  • hace 11 minutos
  • 7 Min. de lectura

Uno de los grandes enigmas de la historia de México se gestó el 30 de octubre de 1810, en las faldas del Monte de las Cruces. Ese día, tras una victoria militar resonante sobre las fuerzas realistas, Miguel Hidalgo y Costilla tuvo en sus manos una oportunidad que pocas veces se presenta en la historia de las guerras: marchar sobre la capital del virreinato, el corazón político, económico y militar de la Nueva España. Y sin embargo, no lo hizo.


Desde entonces, historiadores, novelistas y cronistas han debatido las razones que llevaron al cura de Dolores a ordenar la retirada hacia Valladolid en lugar de entrar triunfal a la Ciudad de México. ¿Fue una decisión tomada por cálculos estratégicos, por consideraciones humanitarias o por falta de información fiable sobre la situación en la capital? ¿Se dejó influir por sus comandantes militares? ¿O acaso esperaba abrir una puerta de negociación con el virrey Francisco Javier Venegas? Sea cual sea la respuesta —o la combinación de ellas—, lo cierto es que esa orden cambió el curso de la guerra de independencia y selló, de alguna manera, el destino del propio Hidalgo.


Más allá de los debates académicos, lo ocurrido es una lección sobre cómo en la guerra las decisiones no dependen solo del número de tropas o de la posición en el campo de batalla, sino también de factores morales, políticos, de inteligencia militar y hasta psicológicos. La historia del “no asalto” a la Ciudad de México en 1810 es también la historia de cómo la ausencia de información precisa, el temor a repetir errores recientes y la falta de un plan común pueden transformar una victoria táctica en una derrota estratégica.


A finales de octubre de 1810, Hidalgo encabezaba una fuerza que, según las crónicas, oscilaba entre 60 y 80 mil hombres. Era una multitud imponente, pero en su mayoría integrada por campesinos, artesanos y pequeños comerciantes sin instrucción militar formal, mal armados y con disciplina precaria. El armamento iba desde fusiles capturados a los realistas hasta lanzas, machetes y palos. En términos de número, superaban con creces a las fuerzas virreinales, pero en términos de organización, logística y capacidad de maniobra, la diferencia no era tan favorable.


La Batalla del Monte de las Cruces fue una victoria insurgente contundente. Las tropas realistas, comandadas por el general Torcuato Trujillo, fueron derrotadas y obligadas a retirarse hacia la Ciudad de México. La ruta hacia la capital estaba abierta. El pánico se apoderó de muchos habitantes, y es probable que algunos grupos en la ciudad estuvieran dispuestos a alzarse en armas o al menos a facilitar la entrada insurgente. La coyuntura parecía ideal para un golpe definitivo.


Pero las apariencias engañan. La victoria tuvo un alto costo: el ejército insurgente sufrió bajas significativas, las reservas de pólvora estaban disminuidas y la moral, aunque alta en el entusiasmo popular, estaba desgastada por las largas marchas y el constante hostigamiento enemigo. Además, tras cada batalla, miles de combatientes regresaban a sus pueblos con el botín o simplemente cansados de la campaña, lo que erosionaba la fuerza efectiva disponible.


Uno de los argumentos más recurrentes para explicar la retirada es el recuerdo fresco de la masacre en la Alhóndiga de Granaditas (28 de septiembre de 1810). Allí, tras la toma del edificio, las tropas insurgentes y civiles sublevados asesinaron a cientos de españoles —incluidos mujeres y niños— y saquearon las instalaciones. Aquellos hechos, lejos de consolidar la causa insurgente, provocaron repudio en sectores criollos y fortalecieron la propaganda realista que presentaba a los insurgentes como hordas sanguinarias.


Hidalgo, sacerdote y hombre formado en los principios de la moral católica, pudo haber temido que entrar a la Ciudad de México derivara en una carnicería indiscriminada. Las calles estrechas, la presencia de numerosos peninsulares, el clima de miedo y la falta de control sobre la soldadesca auguraban una tragedia. La capital no solo albergaba autoridades virreinales, sino también a muchos criollos ricos y a un sector popular que no necesariamente simpatizaba con la causa insurgente. Un descontrol en la entrada habría podido desatar violencia contra cualquiera percibido como “enemigo”.


El costo político de semejante escenario habría sido enorme: pérdida de apoyos potenciales, fractura con los criollos moderados y justificación para una represión aún más brutal por parte de la Corona.


En la cúspide del poder insurgente ya se asomaban tensiones entre sus líderes. Ignacio Allende, capitán de dragones y militar de carrera, era partidario de la disciplina y de consolidar posiciones antes de dar golpes decisivos. Allende consideraba que marchar sobre la capital sin artillería suficiente y con tropas fatigadas era un suicidio. Además, prefería fortalecer la base de operaciones en el Bajío, reorganizar las fuerzas y asegurar las rutas de abastecimiento antes de enfrentar un posible asedio urbano.


La relación entre Hidalgo y Allende, ya marcada por diferencias en el mando y en la concepción de la guerra, pudo inclinar la balanza. La presión de Allende y de otros oficiales con formación militar —como Mariano Abasolo— habría convencido al cura de que el riesgo superaba a la posible ganancia.


Uno de los puntos menos explorados en los relatos tradicionales es el papel de la inteligencia y la información estratégica. ¿Qué sabía Hidalgo de la situación en la Ciudad de México? ¿Tenía reportes fiables sobre el estado de las defensas, la moral de la población y la disposición de las tropas virreinales?


En la guerra, la información incompleta o distorsionada puede llevar a decisiones equivocadas. Es probable que los insurgentes no tuvieran una red de espionaje efectiva en la capital, o que sus informantes no lograran transmitir datos precisos a tiempo. De haberse confirmado que existían grupos dispuestos a levantarse dentro de la ciudad, la decisión podría haber sido distinta. Sin embargo, la ausencia de esa certeza alimentaba la prudencia.


También es posible que la contrainteligencia realista hubiera sembrado rumores exagerando la capacidad defensiva de la capital, haciendo creer a Hidalgo que un ataque frontal sería suicida. En ese sentido, la decisión de retirarse es también un ejemplo de cómo la guerra de información puede influir tanto como una batalla campal.


Hidalgo pudo considerar que el golpe moral infligido en el Monte de las Cruces abriría una ventana para negociar con el virrey Venegas en términos favorables: reconocimiento de un autogobierno, amnistía o reformas políticas profundas. Esta lectura no era descabellada si se recuerda que, al inicio, el movimiento no proclamaba explícitamente la independencia, sino la defensa de la soberanía del rey Fernando VII frente a la invasión napoleónica.


En ese contexto, una entrada violenta a la capital habría cerrado la puerta a cualquier diálogo. La retirada, en cambio, podía interpretarse como un gesto de fuerza contenida, una advertencia de que los insurgentes podían llegar, pero que preferían dar espacio a la negociación.


Más allá de lo moral o político, el aspecto puramente militar es decisivo. La Ciudad de México estaba rodeada por un sistema lacustre y de calzadas estrechas que facilitaban la defensa. Venegas había ordenado concentrar artillería y tropas en puntos clave. Un asalto sin un plan de sitio y sin artillería pesada exponía a los insurgentes a una posible emboscada o a quedar atrapados dentro de la ciudad sin capacidad de abastecimiento.


Además, el clima político en otras regiones —particularmente en el sur y el Bajío— exigía mantener presencia insurgente para evitar que los realistas retomaran territorios. En otras palabras, aunque Hidalgo tomara la capital, el resto del virreinato no estaba controlado, y el riesgo de quedar aislado era alto.


La decisión de retroceder a Valladolid tuvo efectos inmediatos y de largo plazo. En lo militar: dio tiempo a los realistas para reorganizarse, recibir refuerzos y planificar contraataques. La ofensiva insurgente perdió ímpetu, y para enero de 1811, en Puente de Calderón, la fuerza de Hidalgo fue derrotada de manera aplastante.


En lo simbólico: el movimiento perdió el aura de invencibilidad. La retirada, aunque estratégica, fue percibida por algunos como indecisión o miedo, lo que afectó la moral.


En lo político: se desaprovechó la oportunidad de golpear el centro de poder del virreinato. La capital siguió siendo un bastión realista durante casi toda la guerra.


Más que un error o un acierto, la decisión de Hidalgo es un recordatorio de que la guerra no se gana solo con números y coraje. La falta de una red de inteligencia eficaz, capaz de anticipar las reacciones enemigas y medir con precisión las fuerzas propias y ajenas, pesó en aquel momento crucial.


En contraste, los realistas sí mostraron una mejor coordinación de información, usando tanto el espionaje como la propaganda para debilitar la confianza insurgente. En la guerra, lo que no se sabe —o lo que se cree saber y no es cierto— puede ser tan determinante como un cañón o un regimiento.


Al final, la historia ha dejado abiertas las interpretaciones. Algunos ven en la retirada un acto de humanidad, un intento de evitar una masacre que habría manchado irremediablemente la causa. Otros lo consideran un error estratégico que cambió el curso de la guerra y prolongó el dominio español por más de una década.


Hidalgo, que pocos meses después sería capturado y ejecutado, no dejó un testimonio escrito claro sobre sus motivos. Eso nos obliga a leer entre líneas, a reconstruir el rompecabezas con fragmentos de crónicas, cartas y memorias de protagonistas y testigos. Y en ese rompecabezas, se mezclan la prudencia del sacerdote, la presión de los militares profesionales, la incertidumbre sobre la situación en la capital y las limitaciones logísticas de un ejército improvisado.


Es tentador especular: si Hidalgo hubiera tomado la Ciudad de México, ¿habría caído el virreinato en 1810? Tal vez. La captura de la capital habría desarticulado el aparato administrativo y militar realista, y podría haber impulsado levantamientos en otras regiones. Pero también es posible que la ocupación hubiera sido insostenible y que, cercados por fuerzas realistas de otras provincias, los insurgentes hubieran sido aniquilados en pocas semanas. La historia no se escribe con condicionales, pero el ejercicio sirve para dimensionar la magnitud de aquella decisión.


La retirada de Hidalgo tras el Monte de las Cruces no es solo un episodio militar; es un caso de estudio sobre cómo las decisiones en la guerra dependen de una compleja interacción entre información, logística, moral y política. Es también un recordatorio de que, en los momentos críticos, la falta de inteligencia puede inclinar la balanza hacia la prudencia… o hacia la oportunidad perdida.


Lo que sí es indiscutible es que aquel 30 de octubre de 1810, en las montañas al poniente de la Ciudad de México, se abrió y se cerró una puerta que pudo haber cambiado radicalmente la historia de México. Y que en esa puerta cerrada se encuentran las lecciones de un movimiento que, pese a sus victorias iniciales, no logró derribar de inmediato el corazón del poder virreinal.


En la guerra —y en la política—, a veces la mayor batalla no se libra contra el enemigo, sino contra las dudas, la falta de información y las divisiones internas. Hidalgo, en ese sentido, fue tan víctima de sus circunstancias como protagonista de su destino.


Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.


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