El espejo etílico de los Estados Unidos.
- Onel Ortíz Fragoso
- 1 nov
- 10 Min. de lectura
Historia, cultura y tragedia del consumo de alcohol
El nacimiento de Estados Unidos está empapado en alcohol. Desde los primeros asentamientos en Nueva Inglaterra, el consumo de bebidas alcohólicas formó parte de la vida cotidiana, de las celebraciones religiosas y de la economía colonial. El ron, la cerveza y la sidra no eran simples placeres: eran alimentos, medicinas y moneda de cambio. En una época en que el agua era insalubre y la leche escasa, beber alcohol era casi una necesidad fisiológica. En los registros de las colonias británicas se documentan enormes volúmenes de consumo: en 1790, un estadounidense promedio bebía 34 galones de cerveza y sidra, cinco galones de destilados y un galón de vino al año.
A inicios del siglo XIX, el promedio de consumo de alcohol puro —etanol— alcanzaba los siete galones por persona. Traducido a la vida diaria, era el equivalente a casi dos botellas de licor de 80 grados por semana. El historiador W.J. Rorabaugh lo llamó “la edad de oro del alcohol estadounidense”, una época en la que el whiskey fluía más que el agua y la borrachera no era estigma, sino costumbre. El desayuno de muchos trabajadores incluía sidra o brandy, y el almuerzo se acompañaba con ron o cerveza.
El alcohol estaba integrado en la identidad estadounidense naciente. Las tabernas eran centros de reunión política y social; allí se discutía la independencia, se formaban partidos, se cerraban negocios. George Washington tenía una destilería de whiskey en Mount Vernon y Thomas Jefferson producía vino en Monticello. La república se gestó entre brindis.
Pero esa abundancia también tuvo un costo. En las zonas rurales, los hombres gastaban buena parte de sus ingresos en licor, la violencia doméstica era frecuente y los niveles de alcoholismo crecían sin control. Las primeras voces críticas —predicadores, esposas, médicos— empezaron a asociar la ebriedad con la degradación moral y la pobreza. La embriaguez se convirtió en símbolo de la falta de disciplina en una nación que aspiraba al progreso y la virtud cívica.
El siglo XIX fue el escenario del primer gran movimiento moralista estadounidense: el movimiento por la templanza. Lo que comenzó como una cruzada religiosa para promover el autocontrol, se transformó en un fenómeno político que alteró el curso del país. Las iglesias protestantes impulsaron campañas para erradicar el consumo de alcohol, argumentando que era la raíz de la miseria, la violencia y la corrupción.
Sociedades como la American Temperance Society, fundada en 1826, y posteriormente la Women's Christian Temperance Union (WCTU), convirtieron el antialcoholismo en un movimiento de masas. Las mujeres, en particular, jugaron un papel decisivo: sufrían directamente los abusos de esposos alcohólicos y vieron en la templanza una causa de emancipación moral. En las ciudades industriales, donde los inmigrantes europeos —irlandeses, alemanes e italianos— fundaban salones de cerveza, el conflicto cultural fue inevitable.
A principios del siglo XX, el movimiento se fusionó con el puritanismo político y la xenofobia. El alcohol no solo se consideraba un vicio, sino una amenaza extranjera. Los políticos rurales y protestantes vieron en la prohibición una manera de disciplinar a las masas urbanas y a los inmigrantes católicos.
Así, en 1920, se aprobó la Enmienda XVIII a la Constitución de Estados Unidos, que prohibía la fabricación, venta y transporte de bebidas alcohólicas. Entró en vigor la Ley Volstead, que daba sustento jurídico a la llamada Prohibición. Lo que siguió fue uno de los experimentos sociales más fallidos y fascinantes de la historia moderna.
En sus primeros años, la Prohibición redujo el consumo de alcohol. Pero pronto el remedio fue peor que la enfermedad. La demanda siguió, los bares se ocultaron en sótanos y nació el speakeasy, un símbolo de la rebeldía urbana. Chicago y Nueva York se convirtieron en capitales del contrabando, los mafiosos como Al Capone hicieron fortunas y la corrupción policial alcanzó niveles inéditos. La prohibición no logró moralizar a la sociedad; la volvió hipócrita.
Los estadounidenses aprendieron a beber en secreto, y el alcohol, lejos de desaparecer, se volvió un acto de desafío y libertad. Las fiestas clandestinas de la era del jazz convirtieron la bebida en un símbolo cultural, en un arte, en una forma de transgresión elegante. En 1933, con la Enmienda XXI, la Prohibición fue derogada. El gobierno había perdido no sólo autoridad moral, sino miles de millones en impuestos.
Tras la derogación, el consumo de alcohol en Estados Unidos se reinventó. El Estado impuso reglas: edad mínima, licencias, impuestos, campañas de salud pública. Pero la bebida se consolidó como un componente central del ocio, la publicidad y la cultura popular.
Hollywood convirtió el whisky en símbolo de éxito masculino —de Humphrey Bogart a Don Draper—; la cerveza se asoció con la camaradería y los deportes; el vino, con sofisticación y clase media ascendente. En la posguerra, la expansión suburbana trajo consigo una nueva escena doméstica del alcohol: cócteles al atardecer, martinis en reuniones y fiestas de jardín.
La televisión y la música popular reprodujeron la idea del alcohol como lubricante social. En los años sesenta y setenta, el movimiento contracultural cuestionó la autoridad pero no la bebida; los bares y festivales fueron centros de convivencia y resistencia. Mientras tanto, los datos médicos comenzaban a revelar el costo oculto: enfermedades hepáticas, dependencia, accidentes de tránsito y violencia doméstica.
El alcohol se convirtió en una industria multimillonaria. Para los años noventa, las corporaciones cerveceras y destiladoras invertían miles de millones en publicidad, patrocinaban eventos deportivos y moldeaban imaginarios culturales. La cerveza Budweiser o el bourbon Jack Daniel’s dejaron de ser simples productos: eran íconos nacionales.
Sin embargo, la epidemia silenciosa del alcoholismo crecía. Según los Centers for Disease Control and Prevention (CDC), el consumo excesivo de alcohol causa hoy alrededor de 178 000 muertes al año en Estados Unidos. Esta cifra supera a las muertes por drogas ilegales y acorta la vida de los fallecidos en promedio 24 años. La mitad de esas muertes están vinculadas a enfermedades hepáticas o cardiovasculares; la otra mitad, a accidentes, suicidios o violencia.
El alcoholismo dejó de ser una tragedia moral para convertirse en un problema de salud pública, una epidemia social que atraviesa clases, razas y edades.
El alcohol ha sido, para los estadounidenses, un espejo de su identidad colectiva: libertad y exceso, placer y culpa, integración y exclusión. Ningún otro país ha oscilado tanto entre la exaltación y la condena de la bebida.
En el imaginario nacional, el alcohol está asociado tanto al espíritu emprendedor como a la rebelión. Las películas del Old West muestran saloons donde el whisky acompaña al pistolero; las series contemporáneas lo vinculan con el estrés corporativo o la soledad urbana. La botella, en la narrativa estadounidense, es metáfora de la libertad individual, pero también del vacío existencial.
La cultura popular ha retratado esa ambivalencia. De Leaving Las Vegas a Mad Men, el alcohol es tanto anestesia como espejo: un modo de soportar el peso del sueño americano. Mientras la publicidad lo glorifica, la literatura lo desnuda. Autores como F. Scott Fitzgerald o Charles Bukowski mostraron la resaca moral de un país que bebía para olvidar.
El consumo de alcohol también está atravesado por variables sociales. Entre los jóvenes universitarios, el “binge drinking” —beber grandes cantidades en poco tiempo— sigue siendo un rito de pertenencia, una forma de afirmación grupal. Entre los adultos, el consumo “funcional” (una copa diaria para desestresar) convive con patrones de abuso. Entre los más pobres, la bebida es refugio; entre los más ricos, símbolo de estatus.
A nivel étnico, las diferencias también son marcadas. Los blancos no hispanos registran los mayores índices de consumo regular, mientras que los nativos americanos enfrentan tasas más altas de dependencia y mortalidad asociada. En comunidades afroamericanas y latinas, el alcoholismo se entrelaza con la desigualdad, la discriminación y el acceso limitado a servicios de salud mental.
El alcohol no solo es una sustancia cultural; es una fuerza económica colosal. Tras la Prohibición, el gobierno comprendió que la tributación del alcohol podía financiar parte del Estado moderno. Hoy, los impuestos federales y estatales sobre bebidas alcohólicas generan miles de millones de dólares anuales.
Las grandes corporaciones cerveceras —Anheuser-Busch, MillerCoors— y los conglomerados de destilados —Diageo, Brown-Forman— dominan el mercado. Su poder de lobby es enorme. Han financiado campañas políticas, estudios “científicos” y campañas publicitarias que asocian el alcohol con éxito, juventud y atractivo sexual.
El marketing del alcohol en Estados Unidos es sofisticado: se dirige a públicos específicos con estrategias emocionales. En los años noventa se enfocó en el consumo femenino (“una copa de vino al día para relajarse”); en los 2000, en la cerveza artesanal y los destilados premium. Hoy, la tendencia “sober-curious” ha empujado a las empresas a diversificar: surgen vinos sin alcohol, cervezas cero y cocteles “mocktails”. El mercado no se reduce: se adapta.
El capitalismo estadounidense absorbió incluso la crítica moral: convirtió la moderación en producto. La industria del alcohol prospera porque no vende una bebida, vende identidad, pertenencia y escape.
Detrás de las campañas y la publicidad, el costo social del alcoholismo es brutal. Cada año, decenas de miles de muertes son atribuibles al consumo excesivo: 178 000, según el CDC. Pero la cifra no abarca la tragedia completa. El alcohol está implicado en uno de cada tres accidentes de tránsito mortales, en un alto porcentaje de homicidios, suicidios y casos de violencia doméstica.
Los hospitales estadounidenses reportan más de 250 000 internamientos anuales relacionados con intoxicaciones agudas. Las enfermedades hepáticas —cirrosis, hepatitis alcohólica— aumentan de forma alarmante entre adultos jóvenes. Además, el consumo excesivo tiene un costo económico estimado en 250 mil millones de dólares anuales, entre gastos médicos, pérdida de productividad y daños sociales.
En el plano familiar, el alcoholismo rompe vínculos, genera abuso y perpetúa ciclos de pobreza. En el laboral, provoca ausentismo y accidentes. En el judicial, llena cárceles y tribunales.
Sin embargo, el país enfrenta una paradoja: el alcohol sigue siendo la droga más aceptada socialmente. Se combate el fentanilo, se estigmatiza la marihuana, pero se normaliza el vino diario o el “happy hour” como derecho cultural.
El problema no es el consumo en sí, sino su banalización. En una sociedad que glorifica la productividad y el éxito, la bebida funciona como válvula de escape. Pero el precio lo paga la salud pública.
En los últimos años, la cultura del alcohol en Estados Unidos atraviesa una transformación silenciosa. Las generaciones más jóvenes —especialmente los millennials y la Generación Z— están bebiendo menos que sus predecesores. Buscan experiencias más saludables, prefieren la marihuana legal o el ejercicio, y valoran la sobriedad como parte del bienestar.
La tendencia “sober-curious” ha dejado de ser marginal. Bares sin alcohol, cócteles artesanales sin destilado y comunidades en línea promueven la idea de una vida social sin embriaguez. Este movimiento no es puritano, sino reflexivo: no se trata de prohibir, sino de repensar.
A la vez, los niveles de consumo problemático aumentan entre adultos mayores, veteranos de guerra y poblaciones vulnerables. La soledad, la ansiedad y la depresión —agudizadas tras la pandemia de COVID-19— han impulsado un repunte del alcoholismo en sectores invisibles.
El alcoholismo en Estados Unidos es un espejo de la desigualdad: mientras unos brindan por placer, otros beben para olvidar. El acceso al tratamiento es desigual; las comunidades más pobres enfrentan barreras económicas y estigma.
La historia del alcohol en Estados Unidos es, en el fondo, una historia sobre la libertad. El país que se fundó sobre la idea de la autonomía individual no tolera fácilmente que el Estado le diga qué puede o no beber. La prohibición fracasó porque chocó con ese principio fundacional.
Pero la libertad sin responsabilidad se convierte en autodestrucción. En nombre de la libertad, miles mueren cada año por causas evitables: enfermedades hepáticas, accidentes, violencia. Cada una de las 178 000 muertes anuales es un recordatorio de los límites del individualismo estadounidense.
El desafío contemporáneo no es volver al moralismo del siglo XIX ni repetir el autoritarismo de la Prohibición, sino construir una cultura del cuidado. Reconocer que beber no es solo una elección privada, sino un acto con consecuencias colectivas.
Los países europeos, como Francia o España, integran el vino a la mesa, no al exceso. En Estados Unidos, la bebida sigue ligada a la evasión, al fin de semana, a la resaca. El país que produce las cervezas más industrializadas y los whiskies más caros no ha aprendido aún a convivir con el alcohol sin idolatrarlo ni demonizarlo.
Estados Unidos es un país de extremos: del Dry County al bar abierto 24 horas; del sermón moralista a la fiesta universitaria. Ningún otro tema refleja mejor su tensión entre lo puritano y lo libertino.
La cultura del alcohol revela la contradicción estructural del país: un Estado que regula y un mercado que incita. Las mismas autoridades que lanzan campañas contra el abuso reciben ingresos fiscales de la venta. El mismo país que persigue a los drogadictos financia eventos deportivos saturados de anuncios de cerveza.
El resultado es un doble discurso: el ciudadano responsable debe beber, pero sin perder el control; debe disfrutar, pero sin escándalo; debe brindar, pero sin culpa.
En esa contradicción, el alcoholismo florece. No como acto de rebeldía, sino como síntoma de una sociedad que se exige demasiado y se permite poco. El estadounidense bebe para olvidar el ritmo que él mismo impuso: productividad, competencia, ansiedad.
El futuro del alcohol en Estados Unidos dependerá de cómo se reconfigure su cultura. Las nuevas generaciones, menos tolerantes con el exceso, están impulsando un cambio profundo: beber menos, elegir mejor, pensar más.
El Estado, por su parte, enfrenta el reto de equilibrar salud pública y libertad individual. Las políticas de prevención deben basarse en educación, no en prohibición; en empatía, no en moralismo. Se requiere también regular con mayor firmeza la publicidad dirigida a menores, reducir la disponibilidad en zonas vulnerables y fortalecer el acceso a tratamientos de adicción.
Pero el cambio más importante será cultural. Estados Unidos necesita reconciliarse con su historia líquida: reconocer que el alcohol ha sido parte de su identidad, pero no su destino. Aprender a celebrar sin destruirse, a brindar sin morir.
El consumo de alcohol en Estados Unidos no es solo un problema de salud; es una narrativa histórica que atraviesa su fundación, su moral, su economía y su cultura. De las tabernas coloniales a los bares clandestinos de la Prohibición; de los cócteles del American Dream a los funerales de jóvenes muertos por conducir ebrios, la historia del alcohol es la historia de un país que no ha dejado de buscar equilibrio entre placer y control.
Estados Unidos ha sido, desde su origen, un laboratorio de contradicciones morales. La bebida fue su comunión y su condena. En su historia etílica se reflejan sus virtudes y sus vicios: la capacidad de reinventarse, pero también la tendencia a olvidar.
Quizá, como en toda buena historia americana, el final no está escrito en una botella, sino en la conciencia de quienes aprenden que la sobriedad no es abstinencia, sino lucidez. El país que inventó el happy hour podría, al fin, aprender que la felicidad no se mide en copas vacías.
Por Onel Ortiz Fragoso
@onelortiz
