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El Marqués de Humboldt: Científico, geógrafo e informante.

  • Foto del escritor: Onel Ortíz Fragoso
    Onel Ortíz Fragoso
  • 17 ago
  • 6 Min. de lectura

En la historia de la exploración científica, pocos nombres resuenan con la fuerza de Alexander von Humboldt, aquel naturalista prusiano a quien, por respeto y admiración, en México y en otros rincones de América se le conoció como “el Marqués de Humboldt”. No tenía título nobiliario, pero su obra y su figura se convirtieron en un mito, no solo como uno de los padres de la geografía moderna y la ecología, sino como el explorador que, a principios del siglo XIX, trazó con precisión la riqueza natural y cultural del continente americano. Su legado es incuestionable en el campo científico, pero también es necesario cuestionar —sin temor a romper con la hagiografía habitual— cómo sus investigaciones, voluntaria o involuntariamente, se convirtieron en insumo de primer orden para la ambición de las potencias europeas y de la naciente oligarquía estadounidense.


Humboldt fue, sin duda, un hombre de ciencia. Su meticulosidad para medir alturas, analizar suelos, clasificar especies y documentar costumbres lo convirtió en un pionero. Pero la ciencia no flota en el vacío: sus resultados se publicaron y circularon en los salones, universidades y cancillerías de Europa, en pleno auge de la Revolución Industrial, cuando el carbón, los metales, las fibras y los alimentos eran recursos estratégicos para el despegue industrial. Es aquí donde la figura del científico ilustrado se cruza con la del informante privilegiado para los intereses coloniales.


Entre 1799 y 1804, Humboldt realizó una expedición monumental junto al botánico francés Aimé Bonpland. Su ruta abarcó Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Cuba y, finalmente, la Nueva España. Llegó a México en 1803 y permaneció más de un año recabando información exhaustiva: altitudes de volcanes, ubicación de minas, calidad de metales, redes comerciales, rutas fluviales, composición de la población, organización social y hasta registros de impuestos y tributos.


A diferencia de otros exploradores europeos que se movían con escoltas militares, Humboldt tuvo una ventaja única: contó con el beneplácito de la Corona española para acceder a archivos oficiales, expedientes económicos y mapas reservados. Esto le permitió elaborar un retrato completo del virreinato, plasmado más tarde en su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España (1811), un libro que no solo fue una obra maestra de la geografía y la estadística, sino también un compendio de información estratégica sobre las riquezas mexicanas.


Humboldt registró con precisión la localización y producción de las minas de plata y oro, la capacidad agrícola de distintas regiones, la abundancia de bosques y especies, y la ubicación de rutas comerciales. Para un lector de la época en Londres, París o Washington, estas páginas eran una invitación tentadora: aquí estaba un territorio rico, vasto, apenas controlado por una metrópoli en decadencia.


El caso Humboldt es un ejemplo paradigmático de cómo la información científica puede servir, de forma deliberada o accidental, a fines de expansión económica y dominio político. La Ilustración había convertido la curiosidad en virtud, pero en el contexto del siglo XIX, la curiosidad venía acompañada de una lógica imperial. Todo conocimiento de un territorio —sus climas, minerales, suelos, especies— era, en potencia, un inventario de recursos para explotar.


Gracias a Humboldt y a otros exploradores contemporáneos, Europa y Estados Unidos entendieron que América no era un bloque homogéneo de “tierras salvajes”, sino un mosaico de civilizaciones milenarias con sistemas de cultivo avanzados, redes comerciales complejas y abundancia de materias primas. Sus estudios mostraron que México no era únicamente un productor de plata, sino un territorio con climas diversos capaces de generar trigo, maíz, cacao, añil, algodón y café en cantidades que podían alimentar mercados internacionales.


Para el Reino Unido, la Francia napoleónica y los Estados Unidos de Jefferson y Madison, esta información era oro puro. No es casualidad que, apenas unos años después, se intensificara la presión política y económica sobre las nuevas repúblicas latinoamericanas, México incluido, y que las potencias extranjeras comenzaran a perfilar intervenciones armadas, tratados desiguales y estrategias de control comercial.


En la Nueva España, Humboldt quedó fascinado por la grandeza geográfica y cultural del territorio. Sus estudios de volcanes como el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl, sus observaciones de la biodiversidad, sus mapas detallados y su clasificación de climas son hitos científicos. Pero al mismo tiempo, documentó las profundas desigualdades sociales, el peso de las castas y la dependencia económica de la minería.


Su descripción de la producción de plata en minas como las de Guanajuato, Zacatecas y Taxco no solo incluía la calidad del metal, sino la productividad anual, el costo de extracción y la logística de transporte. Era un informe minucioso que cualquier potencia extranjera habría querido en su mesa. Lo mismo ocurre con sus observaciones sobre el puerto de Veracruz, sus flujos comerciales y su vulnerabilidad ante bloqueos navales.


En este sentido, Humboldt no era un espía en el sentido clásico, pero su papel como difusor de información estratégica fue innegable. Consciente de ello o no, su obra abrió la puerta a una percepción distinta de México: ya no como una remota colonia española, sino como un país joven y rico, con un potencial de exportación enorme y, por lo tanto, un objetivo a disputar en la arena geopolítica.


Sería injusto reducir la figura de Humboldt a la de un “informante involuntario” de las potencias coloniales. Su vocación era científica y sus reflexiones políticas, de hecho, simpatizaban con la emancipación de los pueblos americanos. En su Ensayo político se atrevió a sugerir que el sistema colonial estaba destinado a colapsar y que las colonias buscarían su independencia. Además, denunció los abusos contra los pueblos indígenas y criticó las estructuras económicas que condenaban a la pobreza a la mayoría de la población.


Sin embargo, la historia demuestra que el conocimiento no es neutral. Por más que Humboldt criticara el colonialismo, sus datos se convirtieron en instrumentos para la expansión del capitalismo industrial. La ciencia ilustrada, con toda su nobleza teórica, terminó integrándose al engranaje imperialista que marcó el siglo XIX.


En la Europa del siglo XIX, la información sobre recursos naturales tenía un valor estratégico comparable al de las armas. El carbón y el hierro eran el corazón de la Revolución Industrial, y el algodón, el azúcar y el café se convirtieron en pilares de la economía mundial. Las potencias necesitaban nuevos proveedores y nuevos mercados, y América ofrecía ambos.


Humboldt proporcionó, con su meticulosidad prusiana, un inventario que incluía no solo qué había en América, sino dónde estaba, en qué cantidad y bajo qué condiciones podía explotarse. Era una cartografía de oportunidades para comerciantes, industriales y aventureros. Si España no podía o no quería explotar estos recursos con la intensidad requerida por la modernidad industrial, otros lo harían.


En este sentido, Humboldt se inscribe en una tradición más amplia de exploradores que, desde James Cook en el Pacífico hasta David Livingstone en África, combinaron la vocación científica con un papel indirecto en la expansión imperial. La ciencia y el colonialismo, aunque con objetivos distintos, caminaron de la mano durante gran parte del siglo XIX.


La recepción de Humboldt en México ha sido ambivalente. Por un lado, es celebrado como un amigo del país, un intelectual que valoró su riqueza cultural y natural y que denunció las injusticias coloniales. Por otro, su obra es una ventana incómoda hacia la fragilidad estratégica que padecía la nación incluso antes de su independencia.


En la joven República mexicana, la información publicada por Humboldt circuló entre diplomáticos y comerciantes extranjeros. No es exagerado pensar que, en parte, el interés británico y estadounidense por los mercados mexicanos y sus recursos minerales se alimentó de las páginas del Ensayo político. Incluso la invasión estadounidense y las invasiones francesas pueden leerse como parte de un ciclo en el que el conocimiento previo de las rutas, climas y recursos jugó un papel.


El caso Humboldt nos obliga a reflexionar sobre un dilema que sigue vigente: la información científica, especialmente aquella relacionada con recursos naturales, siempre puede ser utilizada para fines ajenos a la intención original del investigador. En un mundo interconectado, la publicación de datos sobre biodiversidad, yacimientos minerales, reservas de agua o potencial energético puede despertar apetitos corporativos y estatales.


En el México contemporáneo, la experiencia de Humboldt debería servir como advertencia. Si en el siglo XIX los mapas y descripciones de minas podían encender la codicia de potencias extranjeras, hoy ocurre lo mismo con la información sobre litio, petróleo en aguas profundas o biodiversidad en zonas protegidas. La soberanía sobre el conocimiento es tan importante como la soberanía territorial.


Alexander von Humboldt fue, en efecto, uno de los grandes hombres de ciencia de la historia. Su pasión por entender el mundo lo llevó a recorrer selvas, montañas y desiertos, y a dejar un legado intelectual monumental. Sin embargo, su figura también encarna la paradoja de la ciencia en tiempos de expansión imperial: el mismo acto de conocer y describir puede ser el primer paso para conquistar y explotar.


La admiración que merece su obra no debe cegarnos ante las implicaciones históricas de su viaje. Humboldt puso a América en el mapa de la ciencia… y, con ello, la puso también en el mapa de la ambición global. Fue un puente entre la Ilustración y la geopolítica, entre el ideal de conocer por conocer y la realidad de un mundo donde todo conocimiento es, en última instancia, poder.


Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.


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