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El tabaco, el fin del mundo Marlboro

  • Foto del escritor: Onel Ortíz Fragoso
    Onel Ortíz Fragoso
  • 10 nov
  • 9 Min. de lectura

Aún la cultura estadounidense recuerda los legendarios comerciales del mundo Marlboro: aquellos hombres reacios, de mirada estoica, vaqueros con su caballo en la inmensidad del territorio norteamericano, que contemplaban el paisaje fumando un cigarro. Eran los íconos del capitalismo más puro, de la conquista moderna del Oeste a través del consumo y la publicidad. Pero detrás de esa imagen idílica, bucólica y cinematográfica, se ocultaba una de las crisis de salud pública más devastadoras en la historia de Estados Unidos. El “Marlboro Man”, aquel símbolo de virilidad y libertad, murió —como muchos de sus intérpretes reales— de cáncer pulmonar. Y con él murió también la inocencia de un país que descubrió, demasiado tarde, que su libertad podía costarle la vida.


La historia del tabaco en Estados Unidos no puede contarse solo como una historia agrícola o industrial. Es la historia del capitalismo norteamericano en su forma más descarnada: de cómo un cultivo sirvió para financiar colonias, esclavizar pueblos enteros, construir imperios económicos, manipular gobiernos y moldear la cultura popular durante más de cuatro siglos. Desde los campos de Virginia hasta los sets de Hollywood, el humo del tabaco ha sido testigo —y cómplice— del ascenso y las contradicciones del “sueño americano”.


Cuando los colonos ingleses desembarcaron en Jamestown en 1607, no encontraron oro, pero sí cultivaron una planta que valía lo mismo. John Rolfe, considerado el padre del tabaco estadounidense, introdujo una variedad caribeña más suave, capaz de conquistar el paladar europeo. En pocas décadas, el tabaco se convirtió en el motor económico de las colonias del sur. Virginia, Maryland y Carolina del Norte cimentaron su prosperidad sobre una economía monoproductora dependiente del trabajo esclavo.


El tabaco fue el primer símbolo del capitalismo colonial. Era mercancía, moneda y fetiche. Con él se pagaban impuestos, se comerciaban esclavos y se compraban privilegios. En 1619, el mismo año en que llegó el primer barco de africanos esclavizados a Virginia, el tabaco era ya el producto más exportado de las colonias. No es exagerado afirmar que el tabaco y la esclavitud nacieron juntos en suelo estadounidense. La riqueza de los terratenientes sureños se construyó sobre el sudor y la vida de miles de personas privadas de libertad.


Mientras Europa encendía sus pipas con hojas cultivadas por esclavos, en América se gestaba la paradoja fundacional de Estados Unidos: una nación que hablaba de libertad mientras su economía dependía de la servidumbre.


El tabaco moldeó incluso la estructura social y política de las colonias. Las grandes plantaciones consolidaron una élite aristocrática que dominaría la vida política del sur durante siglos. George Washington y Thomas Jefferson, ambos próceres de la independencia, eran productores de tabaco. La república nació con olor a humo, y el cultivo que la enriqueció terminó condicionando su moral económica y su visión expansionista.


Durante el siglo XIX, la historia del tabaco se fundió con la historia del progreso industrial. La invención de la máquina de liar cigarrillos en 1881, por James Bonsack, marcó un antes y un después. Si antes el tabaco era una producción artesanal y regional, ahora se convertía en una industria de masas. James Buchanan Duke, fundador de la American Tobacco Company, supo ver la oportunidad y creó el primer gran monopolio moderno del país.


Su imperio controló la producción, distribución y publicidad del tabaco en todo Estados Unidos. Duke no solo industrializó el cigarro: industrializó la adicción. Con su maquinaria y su poder económico logró que fumar se convirtiera en un hábito nacional. Las fábricas producían millones de cigarrillos al día, los ferrocarriles los distribuían por todo el país y la publicidad los convertía en objetos de deseo.


El cigarro pasó de ser un artículo de lujo a un símbolo de modernidad. Fumar era sofisticado, urbano, moderno. A principios del siglo XX, marcas como Lucky Strike o Camel llenaban las calles de anuncios en los que el cigarrillo aparecía como compañero de las noches de jazz, las trincheras de guerra o los estudios de cine. Incluso se llegó a vender como un producto saludable: en los años treinta, médicos y dentistas aparecían en anuncios recomendando marcas “suaves” o “sin irritantes”.


Durante las guerras mundiales, el tabaco se convirtió en un artículo estratégico. El ejército estadounidense incluía cigarrillos en las raciones de los soldados. Fumar era sinónimo de patriotismo, una forma de aliviar el estrés de la batalla y de compartir un ritual de camaradería. Cuando los soldados regresaron, trajeron consigo el hábito, y la industria lo convirtió en una herramienta de fidelización: “Fumar es americano”, rezaban los anuncios.


El resultado fue devastador: a mediados del siglo XX, más del 45% de los adultos en Estados Unidos fumaban regularmente, y el cigarrillo se había convertido en el producto más rentable del país después del petróleo.


Pocas industrias dominaron la imaginación colectiva como la del tabaco. Su éxito no se debió solo a la nicotina, sino al relato que construyó. El cigarro fue un producto ideológico antes que químico. Desde los años cincuenta, las tabacaleras invirtieron millones en publicidad, patrocinio de eventos deportivos y cinematografía.


Hollywood se convirtió en su aliado natural. Humphrey Bogart, Audrey Hepburn, James Dean, Marlene Dietrich, todos fumaban frente a las cámaras. Fumar era una declaración estética, un gesto de carácter. En la era del cine negro y el existencialismo, el cigarro era un accesorio indispensable. Nadie parecía inmune a su encanto: ni los políticos, ni los periodistas, ni los médicos.


El culmen de esta propaganda fue el Marlboro Man: un vaquero solitario que encarnaba los valores más puros del imaginario estadounidense. Fumar Marlboro no era solo inhalar nicotina; era apropiarse de una identidad: la del hombre libre, fuerte, individualista. Sin embargo, la realidad era otra: muchos de los actores que interpretaron al Marlboro Man murieron de enfermedades relacionadas con el tabaco. El mito de la libertad se convirtió en metáfora de la dependencia.


La publicidad también introdujo el tabaco entre las mujeres, un grupo hasta entonces marginado del hábito. En los años veinte y treinta, la marca Lucky Strike lanzó campañas que asociaban fumar con la emancipación femenina: “Reach for a Lucky instead of a sweet” (Toma un Lucky en lugar de un dulce). Fumar era un acto de desafío contra las normas victorianas, una afirmación de independencia. Pero aquella libertad era ficticia: detrás del discurso progresista se escondía una estrategia de mercado para duplicar el consumo.


El tabaco fue, en suma, un instrumento cultural. Moldeó comportamientos, definió géneros cinematográficos, inspiró arte y literatura, y penetró en el inconsciente colectivo como un signo de estatus. Pero también fue un experimento social masivo de control y dependencia. Los estadounidenses aprendieron a fumar no porque lo necesitaran, sino porque se les enseñó a desearlo.


El mito comenzó a desmoronarse en 1964, cuando el Surgeon General Luther Terry presentó el histórico informe que relacionaba el consumo de tabaco con el cáncer de pulmón y las enfermedades cardiovasculares. Por primera vez, el gobierno federal reconocía lo que la ciencia ya sabía desde hacía años: fumar mata.


El impacto fue inmediato, aunque la industria reaccionó con ferocidad. Las tabacaleras lanzaron campañas para sembrar dudas, financiaron estudios falsos y presionaron a los medios de comunicación. La estrategia era clara: negar, confundir y retrasar cualquier regulación. Sin embargo, el informe de 1964 marcó el inicio de la guerra contra el tabaco.

El Estado comenzó a actuar lentamente: en 1965 se obligó a incluir advertencias sanitarias en las cajetillas; en 1971 comenzó a limitarse la publicidad en televisión y radio; y en los ochenta, los espacios públicos empezaron a declararse libres de humo. Pero el daño ya estaba hecho. Durante décadas, millones de personas habían sido expuestas a una sustancia altamente adictiva sin información veraz.


Los años noventa representaron el punto de quiebre. Una ola de demandas colectivas contra las compañías tabacaleras destapó una red de corrupción científica y manipulación informativa sin precedentes. Documentos internos demostraron que las empresas sabían, desde los años cincuenta, que la nicotina era adictiva y que el tabaco causaba cáncer, pero habían decidido ocultarlo deliberadamente.


El resultado fue el Master Settlement Agreement de 1998, uno de los acuerdos judiciales más costosos en la historia estadounidense: las tabacaleras tuvieron que pagar más de 200 mil millones de dólares a los estados para compensar los costos sanitarios del tabaquismo. Además, se establecieron restricciones severas a la publicidad y programas de prevención financiados por la industria.

El costo humano del tabaco en Estados Unidos es incalculable. Según los Centers for Disease Control and Prevention (CDC), el tabaco causa cada año más de 480,000 muertes: más que el alcohol, las drogas ilegales, los accidentes de tránsito y los homicidios combinados. De esas muertes, alrededor de 41,000 corresponden a personas no fumadoras expuestas al humo ajeno.


Cada día mueren aproximadamente 1,300 personas por enfermedades relacionadas con el tabaquismo, y más de 16 millones viven con padecimientos crónicos atribuibles al consumo. Entre ellos destacan el cáncer pulmonar, la enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC), los infartos y los accidentes cerebrovasculares.


El costo económico también es descomunal: 225 mil millones de dólares anuales en atención médica directa y más de 180 mil millones en pérdida de productividad. Paradójicamente, gran parte de los impuestos que generan los cigarrillos se destinan a cubrir los mismos daños que producen.


Además, el tabaquismo reproduce desigualdades sociales. Mientras las clases medias y altas han reducido su consumo, las poblaciones más pobres, menos educadas o con problemas de salud mental siguen fumando en proporciones mucho mayores. Fumar se ha convertido, en muchos casos, en el refugio de los marginados: una adicción de los desposeídos en un país que les vende nicotina con el mismo entusiasmo con que les niega atención médica.


La transformación cultural del tabaco en Estados Unidos es una de las más profundas del último siglo. Pasó de ser un hábito glamoroso y socialmente aceptado a convertirse en un símbolo de decadencia y enfermedad. En los años cincuenta, encender un cigarro era parte de la etiqueta; hoy, es casi un acto de rebeldía o marginalidad.


Las campañas de salud pública, la evidencia científica y la presión social lograron lo que parecía imposible: que el tabaquismo se convirtiera en una práctica vergonzante. La leyenda del “Marlboro Man” dio paso a las imágenes de pulmones ennegrecidos en las cajetillas. Las series de televisión, otrora repletas de humo, empezaron a retratar el cigarro como una reliquia de tiempos más inocentes.


El cine también contribuyó a esta reconfiguración moral. En filmes como Thank You for Smoking (2005), la industria tabacalera aparece como el epítome de la manipulación corporativa. El cigarro, antes objeto de deseo, se convirtió en símbolo de la hipocresía empresarial y la autodestrucción colectiva.


Hoy, menos del 12% de los adultos estadounidenses fuma, una cifra que representa una victoria parcial, pero no definitiva. La batalla continúa en otros frentes: los cigarrillos electrónicos, las nuevas formas de marketing digital y la persistencia del consumo entre jóvenes y comunidades vulnerables.


Como todo imperio que se niega a morir, la industria del tabaco ha sabido reinventarse. En el siglo XXI, el enemigo ya no es el cigarro tradicional, sino el vapeo y los dispositivos electrónicos. Empresas como JUUL lograron seducir a una nueva generación con el mismo argumento de siempre: modernidad, libertad y seguridad.


Presentados como una alternativa “menos dañina”, los cigarrillos electrónicos se convirtieron en una moda entre adolescentes y adultos jóvenes. Su diseño futurista, los sabores frutales y las campañas en redes sociales —con influencers en lugar de vaqueros— crearon una nueva dependencia: la de la nicotina digital.


Sin embargo, la ciencia ha demostrado que el vapeo no está exento de riesgos. Los aerosoles contienen sustancias tóxicas que afectan los pulmones y el sistema cardiovascular. En 2019, Estados Unidos vivió una epidemia de enfermedades pulmonares asociadas al vapeo, conocida como EVALI, que causó cientos de hospitalizaciones y muertes.


La FDA ha intentado regular este mercado, especialmente por su impacto en menores de edad, pero la batalla se libra en un terreno aún más complejo que el del siglo XX: el del marketing digital globalizado. Las tabacaleras, lejos de desaparecer, han invertido en el negocio del vapeo. El humo sigue cambiando de forma, pero no de propósito: crear consumidores cautivos.

La historia del tabaco en Estados Unidos es, en el fondo, una historia del capitalismo sin límites. Cada etapa de su desarrollo refleja una lógica de explotación: primero de los esclavos africanos, luego de los trabajadores industriales, más tarde de los consumidores adictos. El tabaco fue el laboratorio donde se ensayaron las tácticas del marketing moderno, el control corporativo y la manipulación mediática.


No es casual que las grandes tabacaleras se encuentren hoy entre los conglomerados económicos más poderosos del mundo. Han diversificado su negocio hacia alimentos ultraprocesados, bebidas azucaradas y productos farmacéuticos. Su estrategia no es vender tabaco, sino dependencia. Lo que antes era humo, hoy es azúcar, cafeína o nicotina líquida.


Y en este sentido, el tabaco ha sido un espejo moral para Estados Unidos. El país que presume libertad individual ha sido, al mismo tiempo, víctima y promotor de una de las mayores adicciones masivas de la historia moderna. En nombre del libre mercado, se permitió que millones enfermaran, que los medios callaran y que los gobiernos se demoraran décadas en reaccionar.


El tabaco acompañó a Estados Unidos en cada etapa de su desarrollo: financió su independencia, impulsó su industrialización, alimentó su cultura de consumo y reveló los límites de su sistema sanitario. Hoy, aunque el humo se disipe en las ciudades y los aeropuertos estén libres de ceniceros, el legado del tabaco persiste en la memoria colectiva, en los cementerios y en las estadísticas.



La historia del tabaco es la historia de un país que convirtió un vicio en una virtud y un negocio en una identidad. El mismo país que vendió libertad con un cigarro en la mano hoy enfrenta las consecuencias de ese espejismo.


Los hombres del mundo Marlboro ya no cabalgan en los anuncios; fueron reemplazados por jóvenes que vapean frente a pantallas luminosas. Pero la pregunta sigue siendo la misma: ¿hasta qué punto puede una sociedad justificar su adicción en nombre del progreso?


El humo del tabaco, como el del poder, nunca desaparece del todo. Solo cambia de forma. Y mientras lo haga, Estados Unidos seguirá respirando su propio pasado.

Eso pienso yo, ¿usted qué opina? La política es de bronce.



Por Onel Ortíz Fragoso

@onelortiz


 
 
 

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