Heroína en Estados Unidos: Historia, políticas fallidas y la estigmatización
- Onel Ortíz Fragoso

- 12 sept
- 6 Min. de lectura
La historia del consumo de heroína en Estados Unidos es la narración de un país atrapado entre la medicina, la moral y el poder político. Un péndulo que oscila entre la receta médica y la celda penitenciaria, entre la empatía selectiva y el estigma racializado. No se trata únicamente de una sustancia: la heroína simboliza las contradicciones de un modelo que, al tiempo que se proclama paladín de la libertad, reproduce desigualdades estructurales en nombre del orden público. Desde finales del siglo XIX hasta nuestros días, la heroína ha pasado de ser un “milagro farmacéutico” a un enemigo interno, un chivo expiatorio que revela las fracturas raciales, sociales y políticas de la sociedad estadounidense.
Este texto aborda tres ejes: la historia del consumo, las políticas públicas que lo han enfrentado —casi siempre con más represión que prevención—, y la estigmatización que ha recaído sobre los sectores más vulnerables, en particular afroamericanos, latinos y clases trabajadoras. El objetivo es poner en evidencia cómo la heroína no es solo un problema sanitario, sino un espejo de las fallas del modelo social estadounidense.
De fármaco milagroso a amenaza social: los orígenes. La heroína fue sintetizada en 1874 en Inglaterra, pero no fue sino hasta 1898 cuando la farmacéutica alemana Bayer la comercializó como un remedio “milagroso”. Bajo el nombre de Heroin, se ofrecía como supresor de la tos y sustituto “no adictivo” de la morfina, que ya había causado estragos tras la Guerra de Secesión.
Pronto cruzó el Atlántico. En Estados Unidos, médicos la recetaban para dolores crónicos, resfriados e incluso en jarabes infantiles. No era raro encontrar anuncios en periódicos donde se vendía libremente en farmacias. Sin embargo, hacia la década de 1910 comenzaron a aparecer las primeras evidencias de su alto poder adictivo. Lo que había sido un remedio terminó convirtiéndose en problema.
En 1914, la Ley Harrison marcó un punto de inflexión. Formalmente era una ley fiscal, pero en la práctica significó la criminalización del uso no médico de la heroína. Miles de pacientes quedaron atrapados en la dependencia y fueron empujados a mercados clandestinos. El consumo dejó de ser un asunto clínico y pasó a ser un asunto de policía. Estados Unidos inauguraba así su larga tradición de confundir salud pública con seguridad nacional.
Marginalidad urbana y heroína: la posguerra (1940–1960). Tras la Segunda Guerra Mundial, la heroína se asentó en los centros urbanos, en especial en comunidades afroamericanas y latinas. Barrios como Harlem en Nueva York o el South Side de Chicago se convirtieron en escenarios donde el consumo de opioides se mezclaba con el jazz y, posteriormente, con la contracultura beat.
La heroína se asoció con la marginalidad y la criminalidad. No era solo una droga: era un marcador racial y de clase. Mientras tanto, el mercado ilegal fue tomado por mafias que encontraron en la heroína un negocio seguro, alimentado por la demanda de jóvenes sin oportunidades laborales, expulsados por un modelo económico que profundizaba la segregación.
La prensa reforzó los estereotipos: titulares sobre “junkies” negros o latinos, peligrosos y fuera de control, inundaban los periódicos. El problema dejó de entenderse como adicción y pasó a verse como amenaza social.
La epidemia de Vietnam y la “guerra contra las drogas” (1970–1980). La Guerra de Vietnam marcó un nuevo capítulo. Se calcula que hasta un 15% de los soldados estadounidenses en el sudeste asiático consumieron heroína durante el conflicto. Al regresar, miles eran adictos. La droga dejó de ser un problema localizado en guetos urbanos y se convirtió en una epidemia nacional.
El presidente Richard Nixon, en 1971, declaró la “guerra contra las drogas”. La heroína fue presentada como enemigo número uno. El enfoque fue punitivo: más policías, más cárceles, más propaganda. No hubo, en cambio, inversión significativa en programas de salud, rehabilitación o educación.
El uso intravenoso se expandió, junto con infecciones como la hepatitis. La respuesta oficial no fue sanitaria, sino moral: los usuarios eran vistos como desviados, no como enfermos. El resultado fue el encarcelamiento masivo y la consolidación de un mercado negro aún más lucrativo.
Heroína, VIH/SIDA y la criminalización del dolor (1980–1990). En los años ochenta, el consumo inyectado de heroína se asoció directamente con la propagación del VIH/SIDA. El estigma se multiplicó: los heroinómanos eran ahora vistos como vectores de enfermedad. Los gobiernos de Ronald Reagan y George H. W. Bush respondieron con más represión y con campañas moralizantes, pero sin programas de reducción de daños.
Mientras Europa impulsaba políticas de intercambio de jeringas, Estados Unidos apostaba por encarcelar. La epidemia de VIH en usuarios de drogas inyectables pudo haberse mitigado, pero el prejuicio y la moral puritana pesaron más que la ciencia. En hospitales, muchos pacientes eran rechazados; en las cárceles, el contagio era exponencial.
La heroína era ya sinónimo de decadencia social, de gueto, de pobreza y de peligro. El estigma pesaba más que la salud.
El giro hacia los opioides legales (1990–2000). Paradójicamente, mientras el Estado criminalizaba la heroína, las farmacéuticas abrían la puerta a una crisis aún mayor. A mediados de los noventa, empresas como Purdue Pharma lanzaron al mercado analgésicos como OxyContin, presentados como seguros y no adictivos. La estrategia de marketing incluyó sobornos a médicos, manipulación de estudios y presión política.
Millones de estadounidenses, sobre todo en comunidades blancas rurales y suburbanas, recibieron recetas de opioides legales. La adicción se disparó, pero la narrativa cambió: los pacientes eran víctimas, no criminales. El color de piel y el código postal marcaron la diferencia entre compasión y condena.
En paralelo, la heroína se mantuvo como alternativa barata para quienes perdían acceso a medicamentos recetados. El estigma seguía: la adicción en suburbios blancos se veía como tragedia médica; la adicción en barrios negros o latinos, como criminalidad.
Heroína, fentanilo y la crisis contemporánea (2000–presente). A partir de 2010, la epidemia de opioides legales se combinó con un resurgimiento del consumo de heroína. Barata, accesible y muchas veces mezclada con fentanilo, la heroína volvió al centro de la crisis.
El fentanilo, un opioide sintético hasta 50 veces más potente, multiplicó las muertes por sobredosis. Hoy, la crisis no distingue entre suburbios y guetos: afecta a clases medias y bajas, a comunidades rurales y urbanas. Sin embargo, la respuesta política sigue siendo desigual: mientras algunos estados avanzan hacia la reducción de daños, otros insisten en el modelo represivo.
La heroína, más que desaparecer, se ha transformado en un componente de la nueva droga letal: la mezcla invisible con fentanilo que convierte cada dosis en una ruleta rusa.
Efectos sociales de la heroína: más allá del individuo. El consumo de heroína ha tenido efectos multidimensionales en la sociedad estadounidense:
Crisis de salud pública: miles de muertes por sobredosis, propagación de VIH y hepatitis, y saturación de hospitales.
Impacto familiar: rupturas, violencia doméstica, niños en sistemas de acogida.
Economía: pérdida de productividad, desempleo y un costo estimado de cientos de miles de millones de dólares anuales.
Criminalidad: fortalecimiento de redes internacionales de narcotráfico, desde Afganistán hasta México.
Sistema judicial: encarcelamientos masivos que han destruido comunidades enteras, sobre todo afroamericanas y latinas.
Políticas públicas: del castigo a la reducción de daños. En las últimas décadas, algunos sectores han impulsado políticas más humanas y basadas en evidencia:
Programas de intercambio de jeringas, efectivos para frenar el VIH.
Distribución de naloxona (Narcan), que revierte sobredosis.
Centros de consumo supervisado, como los de Nueva York.
Terapias de sustitución con metadona o buprenorfina.
Descriminalización parcial, como en Oregon desde 2020.
Demandas a farmacéuticas, que han obligado a Purdue y Johnson & Johnson a pagar indemnizaciones.
No obstante, estas políticas conviven con el rezago de estados que mantienen la línea dura, lo que genera un mapa desigual: compasión en unos territorios, cárcel en otros.
El peso del estigma: raza, clase y género. La estigmatización ha sido quizá el elemento más constante en esta historia:
Raza: la heroína en barrios negros y latinos fue vista como amenaza; la adicción en blancos, como tragedia.
Clase social: heroína = pobres; cocaína = ricos. La respuesta pública varió según el estrato.
Doble estándar: criminalización para minorías, empatía para blancos.
Género: hombres = delincuentes; mujeres = malas madres, con pérdida de custodia de hijos.
Lenguaje: términos como “junkie” deshumanizaron a los usuarios.
Instituciones: hospitales, jueces y empleadores reforzaron la discriminación.
La heroína fue utilizada como marcador social para justificar racismo estructural y políticas punitivas. Solo cuando la epidemia golpeó a comunidades blancas, la narrativa se suavizó.
La historia de la heroína en Estados Unidos no es solo la historia de una droga: es la historia de un país que castiga el dolor de los pobres y medicaliza el de los privilegiados. Es la historia de políticas que, en lugar de resolver, agravaron la crisis al confundir adicción con criminalidad.
Hoy, la heroína, mezclada con fentanilo, sigue cobrando decenas de miles de vidas al año. El desafío no es únicamente sanitario: es cultural y político. Romper con el estigma, reconocer la adicción como enfermedad y desmontar el racismo institucional son pasos indispensables.
El péndulo de la heroína nos recuerda que los errores del pasado no pueden repetirse: la represión sin salud pública, la estigmatización racial y la indiferencia social solo generan más muerte. Si Estados Unidos quiere realmente enfrentar la crisis, debe elegir entre seguir castigando cuerpos marginales o, por fin, construir políticas de dignidad y justicia. Eso pienso yo, ¿usted qué opina? La política es de bronce.
Por Onel Ortíz Fragoso
@onelortiz




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