Ketamina: el nuevo rostro de la adicción en Estados Unidos
- Onel Ortíz Fragoso

- 20 oct
- 6 Min. de lectura
En la historia reciente de Estados Unidos hay un patrón que se repite con precisión clínica: una sustancia nace en los laboratorios farmacéuticos con fines médicos y, poco a poco, se transforma en un producto de consumo masivo que enferma al mismo país que la creó. Así ocurrió con los opioides, las benzodiacepinas y los estimulantes. Hoy, ese ciclo se repite con la ketamina, un anestésico disociativo que ha pasado del quirófano a los clubes nocturnos y, más preocupante aún, a las clínicas que ofrecen alivio exprés para el sufrimiento mental.
Lo que comenzó como un fármaco quirúrgico de emergencia, utilizado por el ejército estadounidense en Vietnam por su capacidad para anestesiar sin deprimir la respiración, se ha convertido en un símbolo de la medicalización de la desesperanza. En los años sesenta, la ketamina representaba el progreso médico: una herramienta segura, barata y eficaz. Hoy, en cambio, simboliza la incapacidad de una sociedad para atender las raíces de su dolor emocional sin recurrir a la química.
El paso de la ketamina del quirófano al mercado negro siguió la ruta clásica de la adicción estadounidense: la disponibilidad, la permisividad y la fascinación cultural por las drogas que prometen experiencias fuera del cuerpo, estados alterados de la conciencia. Durante la guerra de Vietnam, los médicos militares la usaban para operar a soldados heridos en combate; era un anestésico de acción rápida, ideal para el caos del frente. Pero al regresar a casa, muchos veteranos recordaban los efectos de desconexión y alivio, y comenzaron a buscarla por cuenta propia.
En los años ochenta y noventa, la ketamina se infiltró en la cultura club y rave bajo el apodo de “Special K”, junto con el éxtasis y el LSD. Se inhalaba en polvo, se bebía disuelta o se inyectaba, y ofrecía una experiencia psicodélica que borraba la frontera entre cuerpo y mente. El problema es que esa misma disociación —que en cirugía sirve para anular el dolor— en el uso recreativo puede destruir la noción de realidad, generar cuadros de psicosis y una dependencia psicológica profunda.
A diferencia de los opioides o las metanfetaminas, la ketamina no produce una adicción física inmediata, pero sí una adicción a la desconexión: el deseo constante de escapar del cuerpo, del estrés, del trabajo y de la soledad. Una adicción más sofisticada, más moderna y más peligrosa, porque no se reconoce como tal.
En 2019, la FDA (Food and Drug Administration) aprobó el uso de un derivado de la ketamina —el esketamine, comercializado como Spravato por Janssen, filial de Johnson & Johnson— para el tratamiento de la depresión resistente. Fue una noticia celebrada por psiquiatras, inversores y pacientes. Por primera vez en décadas, se aprobaba un antidepresivo con un mecanismo de acción diferente, rápido y eficaz. En menos de una hora, la ketamina puede aliviar los síntomas de una depresión grave, incluso prevenir el suicidio.
Sin embargo, esa eficacia inmediata es también su trampa. En muchos casos, el alivio dura apenas unos días, y el paciente necesita una nueva dosis. En clínicas privadas de Nueva York, Los Ángeles o Miami, se ofrecen “terapias de infusión” por miles de dólares, sin una supervisión psiquiátrica integral. Lo que debería ser una herramienta médica se ha convertido en una industria de la anestesia emocional: pacientes con dinero que buscan una solución rápida, y empresas que venden sesiones de disociación bajo el lema de la salud mental.
La paradoja es que, mientras el sistema de salud estadounidense colapsa por la crisis de los opioides y los costos del tratamiento psiquiátrico, las farmacéuticas promueven la ketamina como la “nueva revolución terapéutica”. Es la vieja historia del capitalismo farmacéutico: crear un producto, promoverlo como cura y, cuando genera dependencia, vender el antídoto.
Aunque la ketamina aún no alcanza las cifras de mortalidad de los opioides, su uso recreativo se ha disparado en los últimos cinco años. De acuerdo con el National Institute on Drug Abuse (NIDA), el consumo ilegal aumentó más del 80% entre 2018 y 2024, especialmente en jóvenes universitarios, veteranos de guerra y personas con trastornos de ansiedad. Parte de ese aumento se debe al acceso legal y la popularidad mediática del tratamiento con ketamina para la depresión, lo que ha generado una percepción de seguridad falsa: “Si es medicina, no puede ser peligrosa”.
Las consecuencias son cada vez más evidentes en los servicios de emergencia: sobredosis, lesiones por caídas, pérdida de conciencia y cuadros psicóticos transitorios. En ciudades como San Francisco o Portland, donde las drogas se han normalizado bajo el discurso del “uso responsable”, las autoridades reportan un incremento en el uso combinado de ketamina con alcohol o benzodiacepinas, una mezcla que puede ser mortal por depresión respiratoria.
La ketamina ha dejado de ser la droga de los clubes para convertirse en una droga de refugio emocional, especialmente entre los jóvenes que se sienten desconectados de su entorno y que ven en la disociación un alivio al vacío existencial. Es, en cierto sentido, una metáfora química del siglo XXI estadounidense: una nación hiperconectada tecnológicamente pero profundamente sola.
El abuso prolongado de ketamina no solo altera la mente, sino también el cuerpo. Los médicos reportan un aumento de casos de cistitis por ketamina, una inflamación severa de la vejiga que causa dolor crónico y puede derivar en insuficiencia renal. Los daños neurológicos son igualmente devastadores: pérdida de memoria, déficit de atención, ansiedad y despersonalización permanente.
Pero lo más inquietante es el efecto social: una generación que busca anestesiarse para seguir funcionando. El trabajador que usa ketamina para aguantar la jornada, el veterano que la inhala para olvidar, la influencer que la publicita como “terapia psicodélica” en Instagram. La frontera entre medicina y recreación se ha disuelto, y con ella, la capacidad colectiva de distinguir entre sanar y evadir.
En Estados Unidos, todo fenómeno farmacológico termina infiltrándose en la cultura pop. La ketamina ya aparece en canciones de rap, series de televisión y publicaciones de redes sociales como una experiencia “espiritual” o “liberadora”. El discurso de la autoayuda y la psicodelia corporativa ha transformado la disociación en un producto aspiracional.
Mientras tanto, proliferan las clínicas privadas de ketamina, muchas sin regulación adecuada. En 2024, un informe de The New York Times documentó que varias de estas clínicas operan sin psiquiatras certificados, ofreciendo sesiones por videollamada y enviando dosis a domicilio. En algunos estados, incluso se han detectado muertes por sobredosis derivadas de tratamientos mal supervisados.
El fenómeno recuerda a la crisis de los opioides en los años noventa: médicos recetando sin control, empresas maquillando los riesgos, y un Estado que reacciona tarde. La ketamina, bajo el disfraz de la innovación terapéutica, podría ser el nuevo eslabón en la cadena de adicciones legalizadas que han devastado a la sociedad estadounidense.
El discurso oficial de la FDA y los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) promueve el uso “seguro y médico” de la ketamina, pero la realidad muestra una desregulación disfrazada de modernidad científica. En un país donde millones de personas carecen de acceso a la salud mental, ofrecer la ketamina como solución rápida es una forma de maquillar la crisis estructural: no se cura la depresión, se administra una pausa temporal al dolor.
El capitalismo estadounidense ha perfeccionado la técnica de vender anestesia en forma de esperanza. La depresión, la ansiedad y el estrés laboral se convierten en mercados, y cada droga —de los opioides al Adderall, del Prozac a la ketamina— es un producto más en la economía del sufrimiento.
La doble moral es evidente: se criminaliza al consumidor pobre, mientras se legitima al paciente de clase media que paga miles de dólares por la misma sustancia en un consultorio elegante. La disociación química se convierte en un privilegio, y la dependencia emocional, en un negocio legítimo.
Estados Unidos vive una nueva epidemia farmacológica, más sofisticada y silenciosa que la del fentanilo. No se trata de una crisis de sobredosis masivas, sino de una crisis de anestesia colectiva: una sociedad que ha aprendido a medicar su tristeza en lugar de enfrentarla. La ketamina, con su promesa de alivio instantáneo, refleja el colapso emocional de un país que produce abundancia material pero carece de propósito espiritual.
En el fondo, la ketamina no es sólo una droga: es el síntoma de una civilización cansada de sentir. Como el espejo químico del capitalismo, ofrece un viaje rápido a ninguna parte, una felicidad líquida que dura lo que una infusión. Su auge en clínicas, redes y clubes revela la herida profunda de una nación que busca la paz interior a través de la desconexión.
Mientras las autoridades discuten cómo regular su uso y las farmacéuticas celebran sus ganancias, el dilema ético sigue sin resolverse: ¿cuánto dolor se puede anestesiar antes de perder la capacidad de sentir? La ketamina, el nuevo opio del alma estadounidense, ofrece una respuesta inquietante: toda una generación dispuesta a cambiar la conciencia por un instante de olvido.
Por Onel Ortíz Fragoso
@onelortiz




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