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La Güera Rodríguez: musa, espía y arquitecta invisible de la independencia

  • Foto del escritor: Onel Ortíz Fragoso
    Onel Ortíz Fragoso
  • 10 ago
  • 7 Min. de lectura

En el relato tradicional de la independencia de México, los reflectores han apuntado a curas con estandartes, generales a caballo y caudillos criollos que firmaron el acta de nacimiento del país. Sin embargo, entre las sombras de los salones virreinales, las tertulias ilustradas y los pasillos del poder colonial, hubo una mujer que supo moverse con la destreza de una estratega silenciosa: María Ignacia Rodríguez de Velasco y Osorio Barba, mejor conocida como “La Güera Rodríguez”. No empuñó armas ni pronunció discursos ante multitudes, pero tejió redes, deslizó información, protegió insurgentes y operó como una pieza fundamental en los servicios de inteligencia y contrainteligencia en la convulsa transición del virreinato a la nación independiente.


Durante mucho tiempo, La Güera Rodríguez fue retratada como un personaje anecdótico, un ornamento atractivo de las crónicas virreinales. Se le redujo a sus escándalos amorosos, su agudeza para la crítica social y su irreverencia ante el poder clerical. Pero este enfoque superficial ha sido desafiado por investigaciones, crónicas y leyendas que rescatan su papel como figura clave de la inteligencia insurgente, algunos dicen que formaba parte de Los Guadalupes, como una agente que, a través de su acceso a los círculos y alcobas más altas del virreinato, alimentó de información vital al movimiento independentista. En una época donde la información lo era todo —más aún que las armas—, La Güera Rodríguez fue una de las operadoras más eficaces, aunque invisibles, del proceso emancipador.


Criolla rica, bella y peligrosa. Nació en 1778, en el corazón de la capital novohispana, María Ignacia creció en una familia criolla con vastas propiedades y un apellido que abría puertas. Dueña de una belleza poco común —piel blanca, cabellos dorados, ojos brillantes—, La Güera no tardó en destacar en los salones aristocráticos, no sólo por su apariencia sino por su inteligencia, cultura y lengua afilada. Dominaba el francés y el latín, conocía los ideales ilustrados y leía con avidez. Era, en muchos sentidos, una mujer adelantada a su tiempo.


Su matrimonio con José Jerónimo López de Peralta fue tormentoso y breve. Consiguió separarse legalmente, algo inusual en una época en que las mujeres no podían decidir sobre sus vidas sin la anuencia de la Iglesia y del marido. Desde entonces, vivió con una libertad inusual para las mujeres de su época. Esa independencia —económica, sexual e ideológica— escandalizó a las buenas conciencias del virreinato, pero también le permitió convertirse en una figura clave de la elite capitalina.

Musa de insurgentes y confidente de virreyes. La Güera Rodríguez no sólo fue testigo de los inicios del movimiento insurgente. Fue parte activa de sus conspiraciones. Se ha documentado su contacto directo con Miguel Hidalgo e Ignacio Allende, quienes la visitaron en su casa de la calle de Donceles, convertida en punto de reunión de ilustrados criollos que discutían la posibilidad de una patria independiente. También se le vincula con José María Morelos, a quien habría apoyado con recursos económicos. Pero lo más importante: ella era una portadora de secretos. Sabía quién conspiraba, quién traicionaba, quién se doblegaba, quién financiaba.


La Güera Rodríguez fue la encarnación novohispana de una Mata Hari criolla. Su belleza, inteligencia y carisma le permitieron entrar en confianza con virreyes, inquisidores, oficiales del ejército, obispos y hasta con el alto clero. Obtuvo información privilegiada, muchas veces durante tertulias o incluso en la intimidad de su alcoba, y la supo canalizar con precisión quirúrgica a los actores del movimiento insurgente. Algunos testimonios de la época, conservados en cartas o informes inquisitoriales, revelan que Rodríguez compartía información con personajes del virreinato, pero también la filtraba a los rebeldes, en una operación de doble juego que pocos sospechaban.


Inteligencia, contrainteligencia y espionaje criollo. Poco se ha estudiado el papel de la inteligencia durante la guerra de independencia. La historiografía mexicana ha privilegiado el relato épico sobre el espionaje, la infiltración y la guerra de nervios que también se libró entre realistas e insurgentes. En ese tablero, La Güera Rodríguez fue una pieza fundamental. Lo suyo no era la pólvora, sino el rumor controlado, el dato certero, el mensaje cifrado y el rumor útil. Supo manipular al enemigo, advertir a los aliados y proteger a los perseguidos.


Un ejemplo notable de esta actividad fue su papel en el desenlace de la etapa final de la guerra. Diversas crónicas, entre ellas las de Artemio de Valle-Arizpe, aseguran que La Güera Rodríguez fue clave en el cambio de postura de Agustín de Iturbide. El entonces militar realista, encargado de sofocar a los insurgentes del sur, acabó por convertirse en su aliado, liderando el Ejército Trigarante y firmando el Plan de Iguala. Las razones de ese cambio han sido discutidas: ambición, cálculo político, desgaste militar. Pero una línea de interpretación apunta a la influencia personal y emocional que La Güera ejerció sobre él. En sus memorias, Iturbide no la menciona directamente, pero varios testimonios de la época aseguran que ella fue una de las voces que más lo persuadieron de la necesidad —y la conveniencia— de una independencia negociada, monárquica y controlada por los criollos.


Así, La Güera Rodríguez no sólo espió: también operó políticamente, generó consensos entre aristócratas renuentes, y pavimentó el camino hacia un proyecto de independencia que —aunque conservador en su forma— puso fin al dominio virreinal.

El arte de la seducción como arma política. Uno de los aspectos más fascinantes de la figura de La Güera Rodríguez es su capacidad para usar las herramientas que le daba una sociedad patriarcal y misógina —belleza, seducción, simpatía— como armas políticas. No se trataba de frivolidad, sino de una estrategia de supervivencia y agencia. En un mundo donde las mujeres eran silenciadas, ella hizo de su presencia un acto político.

Se le atribuyen romances o cercanías con figuras de enorme relevancia, como el joven Simón Bolívar, el marqués de Humboldt y el escultor Manuel Tolsá. Más allá de lo anecdótico, estas relaciones revelan su capacidad para influir en personajes clave del pensamiento y la acción política de la época. Su casa era un centro de reunión, de debate, de circulación de ideas. Ahí se hablaba del Contrato Social de Rousseau, de la Constitución de Cádiz, de los derechos de los criollos. Era un espacio de resistencia y, al mismo tiempo, de construcción ideológica.


¿Por qué, entonces, la figura de La Güera Rodríguez ha sido marginada de los libros de texto y del relato oficial de la independencia? La respuesta es sencilla: fue una mujer libre, crítica del poder eclesiástico, irreverente, sexualmente autónoma y políticamente peligrosa. Encarnó todo lo que el nuevo orden —tanto el virreinal como el republicano— quería ocultar: la posibilidad de una mujer como agente histórico, como estratega y como constructora de consensos.


Mientras los caudillos se enfrentaban en el campo de batalla, La Güera Rodríguez operaba desde los márgenes con igual o mayor eficacia. Protegía a insurgentes, sobornaba a inquisidores, gestionaba favores y, sobre todo, difundía ideas. Su independencia personal —de pensamiento, de vida, de cuerpo— fue tan escandalosa para su época como lo habría sido empuñar un fusil.


No es casualidad que haya sido blanco de múltiples expedientes inquisitoriales. Fue acusada de libertina, blasfema, hereje. Pero nunca pudieron condenarla. Su poder e influencia eran mayores que los de muchos oidores y prelados. Y ese poder, ejercido desde los márgenes, desde la inteligencia, es el que hoy debe ser rescatado y reivindicado.


En las últimas décadas, gracias al trabajo de historiadores como Silvia Marina Arrom y autores como Ángeles González Gamio, se ha comenzado a reconstruir la figura de La Güera Rodríguez no como la cortesana frívola, sino como una mujer de acción, de pensamiento y de estrategia. Desde la historia social y de género, se reconoce que sin figuras como ella, la independencia habría sido mucho más difícil.


Ella representa a tantas otras mujeres que participaron en el movimiento: Josefa Ortiz de Domínguez, Leona Vicario, Mariana Rodríguez del Toro. Todas ellas operaron desde espacios invisibles, pero imprescindibles: financiamiento, logística, propaganda, espionaje. La historia no las ha reconocido como debería, y es urgente hacerlo.

En el caso de La Güera, su reivindicación implica también desmontar estereotipos: no fue la amante de los insurgentes, sino su aliada estratégica; no fue una mujer escandalosa, sino una agente eficaz; no fue un ornamento, sino una operadora.


La vida de La Güera Rodríguez no sólo encarna la independencia de México, sino también la de ella misma. Rompió con los moldes sociales, religiosos y familiares de su tiempo. Se separó legalmente, administró su fortuna,  cultivó su mente y participó en las discusiones más profundas de su tiempo. Su independencia fue total: del esposo, del confesor, del virrey. Y esa autonomía personal fue, a su vez, una forma de resistencia política.


En una época donde la independencia se construía con machetes, pólvora y proclamas, ella lo hizo con plumas, miradas, palabras y silencios bien colocados. En una época donde la traición se castigaba con la horca, ella tejió redes sin ser atrapada. En una época donde las mujeres no contaban, ella contó —y mucho.

La historia de La Güera Rodríguez es, en última instancia, la historia de una espía brillante, una operadora política excepcional y una mujer cuya vida fue una insurgencia permanente. Su papel en la inteligencia insurgente y su influencia en personajes clave como Iturbide no pueden seguir siendo tratados como anécdotas románticas o leyendas de salón. Su legado exige ser integrado al relato nacional con la seriedad y profundidad que merece.


Reivindicar a La Güera Rodríguez no es sólo un acto de justicia histórica: es también una forma de entender que la independencia de México no fue obra de unos cuantos hombres armados, sino el resultado de una red compleja de actores sociales, políticos e ideológicos, entre los que las mujeres jugaron un papel esencial.


En tiempos donde se revisa el papel de las élites, de los criollos, del clero y del ejército en la historia nacional, es momento también de poner la lupa sobre aquellos personajes que, desde las sombras, operaron con igual eficacia que los caudillos. La Güera Rodríguez fue una de ellas. Una mujer que supo que la verdadera independencia no empieza en el campo de batalla, sino en la conciencia, la palabra y en la libertad de su cuerpo.

Dos siglos después, su figura brilla más que nunca como símbolo de inteligencia, astucia, pasión y libertad. Y quizás —como muchos de sus secretos— su papel todavía tenga mucho más que revelarnos. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.


Consulta esta Opinión en video a través de YouTube:https://youtu.be/fph_2vUpDa0?si=7-zxeiUrpHR4kPiC

 
 
 

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