Los huaraches de Adidas y el efecto Tizoc
- Onel Ortíz Fragoso
- hace 2 días
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La discusión sobre los huaraches de Adidas y la polémica en torno al diseñador mexicano Willy Echeverría vuelve a colocar en el centro del debate público un tema que México no ha sabido enfrentar con madurez: la apropiación cultural y el uso político, muchas veces demagógico, del patrimonio cultural y artesanal.
En medio de la vorágine de la política exterior, la inseguridad y la violencia del narcotráfico, la indignación oficial por la “defensa de la cultura” aparece como un recurso más de distracción y oportunismo. La realidad es más compleja: se trata de un fenómeno global que beneficia a empresas multinacionales y que, al mismo tiempo, es explotado por las autoridades para construir narrativas nacionalistas vacías, mientras la vida de los artesanos y comunidades indígenas sigue marcada por la precariedad y la invisibilidad.
El huarache no es un simple calzado, sino un símbolo cultural. Con raíces prehispánicas, su nombre acepta varias interpretaciones, pero la más común es que proviene del purépecha “kwarachi” y su diseño ha sobrevivido a siglos de transformaciones. Desde su confección original en cuero hasta las adaptaciones con henequén y llantas recicladas, los huaraches representan la creatividad de comunidades que han sabido transformar la escasez en ingenio. Cada par guarda la memoria de pueblos enteros: las manos que tejen, los patrones regionales, la identidad colectiva que se plasma en cada diseño.
El huarache también es un espejo del país. En los años sesenta, cuando los hippies lo adoptaron como calzado icónico, los artesanos mexicanos apenas recibieron beneficios de esa moda. Décadas después, cuando marcas globales como Adidas lo incorporan a sus colecciones, la historia se repite: los derechos y beneficios económicos se concentran en las empresas, mientras las comunidades creadoras quedan relegadas.
Adidas, empresa alemana que domina el mercado global de ropa y calzado deportivo, no inventó nada al presentar sus “huaraches modernos”. Hizo lo que tantas otras compañías transnacionales han hecho: tomar un elemento cultural, despojarlo de su contexto comunitario y transformarlo en un producto de consumo masivo. La respuesta de la marca fue el manual corporativo: disculpas públicas, retiro de productos y promesas vagas de “colaboración con comunidades”. El negocio cumplió su ciclo mediático: posicionamiento de marca y visibilidad global.
El caso no es aislado. Basta recordar episodios similares con diseños textiles de comunidades oaxaqueñas y chiapanecas, plagios en alta costura internacional y apropiaciones “creativas” que en realidad esconden un patrón sistemático de despojo cultural. La diferencia es que Adidas juega en la liga de las empresas que pueden permitirse un “error” mediático porque saben que no perderán mercado.
El caso del diseñador Willy Echeverría muestra otro ángulo del problema. Como director creativo de Casa Nopal, ha defendido la importancia del diseño latinoamericano; sin embargo, sus creaciones también fueron señaladas como apropiación cultural. Su disculpa pública abrió un debate incómodo: ¿cuándo un creador independiente se inspira en las raíces culturales y cuándo incurre en un plagio que invisibiliza a los verdaderos artesanos?
La frontera es difusa, pero el trasfondo es claro: en un sistema donde el trabajo artesanal no tiene reconocimiento legal, las piezas pueden convertirse en insumos para la moda de autor sin que haya beneficios reales para las comunidades originarias. La diferencia entre un plagio corporativo y uno “independiente” radica únicamente en la escala del mercado, no en la lógica extractiva.
Lo verdaderamente alarmante es la reacción de las autoridades. El gobernador de Oaxaca, Salomón Jara, y la secretaria de Cultura federal no tardaron en condenar a Adidas y a Echeverría. Se rasgaron las vestiduras en defensa del patrimonio, pero sus discursos estuvieron cargados de oportunismo. Ninguno se detuvo a explicar por qué, después de décadas de discursos, los artesanos mexicanos siguen viviendo en condiciones de subsistencia. Tampoco hablaron de las carencias legislativas para proteger los derechos colectivos ni de la falta de políticas integrales que transformen el arte popular en motor de desarrollo económico.
La hipocresía es evidente. El propio Estado mexicano ha sido el mayor apropiador cultural: ha usado las tradiciones indígenas como insumo para el nacionalismo posrevolucionario, como ornamento en campañas políticas o como estereotipos en la educación y los medios. Vestirse con trajes tradicionales en actos oficiales, posar con rebozos o portar huaraches en fotografías no transforma la realidad de las comunidades. En muchos casos, refuerza la brecha entre el discurso y la práctica.
El ejemplo más claro de esta apropiación cultural institucionalizada es lo que aquí puede llamarse “el efecto Tizoc”. La película protagonizada por Pedro Infante y María Félix no solo consolidó un estereotipo del indígena: tímido, noble, condenado a la derrota sentimental. También fijó en el imaginario nacional la imagen del indígena como un personaje folclórico, reducido a vestimenta, acento y huaraches. Ese estereotipo ha sobrevivido décadas: en la televisión, en la publicidad, en el turismo y en el discurso político.
El efecto Tizoc muestra cómo el arte y la cultura pueden ser utilizadas para perpetuar visiones paternalistas. El indígena se convierte en personaje de museo, en postal turística, en recurso electoral, pero no en sujeto de derechos. El mismo patrón se reproduce cuando políticos de todos los partidos utilizan trajes típicos en campañas o se colocan coronas de flores en visitas a comunidades, sin que ello se traduzca en cambios estructurales.
Mientras denuncian la apropiación cultural de Adidas, los políticos mexicanos siguen vistiendo marcas de lujo extranjeras. Diputados y senadores posan con cinturones Hermes, bolsos de Louis Vuitton o relojes Rolex. Es un espectáculo grotesco: defender en el discurso el patrimonio cultural mientras se consumen símbolos de estatus ajenos. El resultado es un doble mensaje: las culturas originarias son útiles para discursos populistas, pero en la práctica se desprecia lo propio y se glorifica lo extranjero.
La salida no está en las disculpas de Adidas ni en la indignación oportunista de los gobernadores. El reto es construir un ecosistema integral que reconozca el valor de las comunidades creadoras y que transforme la producción artesanal en una fuente digna de desarrollo. Algunos ejemplos ya existen: cooperativas de artesanos que exportan directamente sus productos, colaboraciones transparentes entre diseñadores y comunidades, y modelos de certificación que garantizan el origen cultural y la justa retribución.
El Estado mexicano debe dejar de ser espectador y convertirse en garante. Ello implica legislación clara para proteger los derechos colectivos, políticas de financiamiento para las comunidades y una estrategia de difusión que valore lo propio no solo como folclor, sino como parte del desarrollo económico. El objetivo no es congelar las tradiciones en un museo, sino permitir su adaptación y su revalorización en un mercado justo.
El debate sobre los Huaraches de Adidas, la polémica de Willy Echeverría y el efecto Tizoc no son episodios aislados. Son capítulos de una historia más amplia de despojo cultural y de hipocresía gubernamental. Mientras las comunidades originarias crean, preservan y transmiten su patrimonio, empresas multinacionales lo mercantilizan y políticos lo utilizan como ornamento discursivo. El verdadero desafío no es detener la inspiración cultural —que es inevitable en un mundo globalizado—, sino garantizar que los beneficios regresen a quienes han sido los guardianes de ese legado.
México necesita dejar atrás la indignación superficial y construir un modelo de respeto, reconocimiento y desarrollo para sus pueblos. Solo así los huaraches dejarán de ser símbolo de plagio o estereotipo y podrán convertirse en emblema de dignidad y futuro. Eso pienso yo, ¿usted qué opina? La política es de bronce.
Por Onel Ortíz Freagoso
@onelortiz
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