Tusi, ¿la cocaína rosa?
- Onel Ortíz Fragoso

- 24 oct
- 8 Min. de lectura
Onel Ortiz
@onelortiz
En los clubes nocturnos de Miami, los afters de Nueva York y los festivales de música electrónica en California, un nuevo fenómeno químico ha comenzado a tomar forma: el Tusi, también conocido como “cocaína rosa”, “pink cocaine” o “tucibí”. A simple vista, parece un polvo inocente, perfumado, colorido y atractivo para una generación que vive en el vértigo del placer inmediato. Pero detrás de su brillo sintético se esconde una de las mezclas más impredecibles y peligrosas del mercado contemporáneo de drogas.
El Tusi no es cocaína, aunque su nombre así lo sugiera. Tampoco es 2C-B, la droga psicodélica que inspiró su nombre. En realidad, es una combinación inestable de sustancias psicoactivas que puede incluir ketamina, MDMA, metanfetamina, cafeína, opioides e incluso fentanilo. Es decir, un cóctel letal de laboratorio disfrazado de “polvo de la felicidad”.
El encanto del Tusi radica en su estética. El color rosa, el aroma dulce y la presentación “glamurosa” lo han convertido en una droga instagrameable, símbolo de estatus en ciertos círculos juveniles y celebridades digitales. Su consumo no solo es químico: es performático, una representación del hedonismo posmoderno. En una sociedad donde la imagen vale más que la experiencia, el Tusi es la ilusión de la euforia convertida en mercancía.
La aparente sofisticación del Tusi es, en realidad, una trampa. No existe una fórmula fija. Cada dosis es una ruleta rusa. La DEA ha identificado más de 950 muestras incautadas entre 2020 y 2025, de las cuales solo cuatro contenían la sustancia 2C-B original. Las demás eran mezclas improvisadas que variaban de un laboratorio a otro, sin control ni regulación. La droga puede contener estimulantes, anestésicos, psicodélicos o depresores, según el origen del lote. Es decir, el consumidor no sabe qué está inhalando.
Los efectos inmediatos dependen de la mezcla dominante: Euforia, hiperactividad y sociabilidad cuando predomina el MDMA o la metanfetamina. Disociación y alucinaciones cuando contiene ketamina. Sedación, depresión respiratoria o paro cardíaco si está adulterada con opioides o fentanilo.
En cuestión de minutos, un usuario puede pasar de bailar en una discoteca a convulsionar en una sala de urgencias. En Estados Unidos, el 83 % de los casos registrados en centros de toxicología requirieron atención médica urgente. Pero los efectos no terminan ahí.
Los daños prolongados incluyen: Problemas cardiovasculares, hepáticos y renales. Ansiedad crónica, paranoia y psicosis inducida. Dependencia psicológica severa. El Tusi no solo destruye el cuerpo, sino también la mente. Promete placer instantáneo y deja detrás un vacío químico que exige repetición. Esa repetición es el negocio.
La expansión del Tusi en Estados Unidos ilustra la evolución del narcotráfico contemporáneo. El mercado ya no depende del cultivo de hoja de coca o amapola, sino de la producción sintética de laboratorio. Las drogas ya no nacen de la tierra, sino del plástico y del acero. No se trata de campos de cultivo, sino de microreactores y sustancias importadas desde Asia. Es la industrialización química del placer.
El Tusi se mueve en la frontera entre la ilegalidad y la ambigüedad. Al no ser una sustancia estandarizada, su persecución legal resulta complicada. Las leyes antidrogas en Estados Unidos —diseñadas para sustancias definidas— no pueden perseguir una mezcla cambiante que se disfraza con cada lote. Esto ha permitido que surja un nuevo ecosistema de microtraficantes que venden un producto “de moda” en fiestas, bares o redes sociales, con el atractivo de lo prohibido y lo exclusivo.
En ciudades como Nueva York, Los Ángeles y Miami, los decomisos de Tusi comienzan a aparecer junto a los de fentanilo y MDMA. Pero su diferencia es estética: no se percibe como una droga “oscura”, sino como una sustancia “cool”, asociada a la juventud urbana, la música electrónica y la cultura de influencers. Esa es su mayor amenaza: su normalización.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han escribió que vivimos en la “sociedad del rendimiento”, donde el sujeto contemporáneo ya no es explotado por otros, sino por sí mismo. La euforia es la anestesia del agotamiento. En ese contexto, el Tusi es el símbolo perfecto: un polvo que promete desconexión, energía, placer y olvido en un solo trago de ilusión.
Estados Unidos, país del consumo extremo, ha trasladado su obsesión por el rendimiento al campo de la experiencia sensorial. Después del auge de los opioides, el crack, la metanfetamina y el fentanilo, el Tusi representa una nueva etapa: la estetización del consumo. No se trata solo de drogarse, sino de hacerlo con estilo. El Tusi encaja en la narrativa del selfie, del brillo, de la fiesta que nunca termina, del exceso convertido en aspiración.
Pero bajo esa superficie, la realidad es devastadora. Las sobredosis en condados como Tangipahoa, en Luisiana, o en fiestas privadas en Nueva York y Colorado, muestran que la droga “fashion” puede ser tan letal como el fentanilo que pretende sustituir. Es el rostro rosa de una epidemia que sigue cambiando de forma, pero no de fondo.
Las estadísticas son todavía fragmentarias, pero los indicios son claros: Entre 2020 y 2025, la DEA ha incautado cerca de 960 muestras de Tusi en territorio estadounidense. Solo 4 contenían 2C-B real, la sustancia psicodélica original. El 2.7 % de los asistentes a festivales de música electrónica en Nueva York admitió haber consumido Tusi en 2024. Desde enero de 2024, 18 exposiciones médicas confirmadas y al menos un fallecimiento han sido atribuidos a esta droga. En el condado de Tangipahoa, Luisiana, se reportaron cuatro muertes sospechosas en una semana vinculadas al polvo rosa.
La expansión no es masiva aún, pero su ritmo de crecimiento es preocupante. Su consumo se concentra en entornos urbanos, entre jóvenes de 18 a 30 años, y tiene una mayor incidencia entre la población hispana, lo que plantea implicaciones socioculturales que trascienden lo médico.
El Tusi no solo se difunde por el tráfico tradicional; se propaga en redes sociales. En Instagram, TikTok y Telegram circulan videos de fiestas donde el polvo rosa aparece como un accesorio más del lujo o la diversión. Su color, su aroma y su presentación lo convierten en una droga “fotogénica”. Es la mercadotecnia del peligro: el narcotráfico del siglo XXI no necesita cárteles, sino hashtags.
Esta estética tiene efectos profundos. Normaliza el consumo recreativo y lo asocia con la idea de éxito, juventud y libertad. El mensaje subliminal es devastador: la felicidad se inhala. Y en una sociedad marcada por la ansiedad, la soledad y la hiperconectividad, ese mensaje encuentra terreno fértil.
El Tusi es la metáfora de un malestar generacional. No busca el viaje introspectivo del LSD ni la catarsis del alcohol; busca anestesiar el vacío. Es la promesa de desconectarse del tedio y reconectarse con la euforia. Pero lo que ofrece es un espejismo químico que termina amplificando la misma angustia que intenta suprimir.
El sistema de salud pública estadounidense enfrenta un desafío estructural. Mientras las agencias federales afinan su lucha contra el fentanilo, el Tusi se escapa por las grietas de la clasificación legal. No es una sustancia controlada específica, y su composición cambia tan rápido como las tendencias en redes. Eso impide rastrear su flujo con precisión y dificulta su tipificación penal.
Los centros de toxicología reportan que los tratamientos de emergencia se complican porque los médicos no saben qué contiene realmente cada muestra. Sin un perfil químico claro, los protocolos de atención son improvisados. Lo que antes era un problema farmacológico ahora es una crisis epistemológica: el sistema no sabe contra qué lucha.
Además, la respuesta educativa es débil. Las campañas antidrogas tradicionales —basadas en el miedo o la abstinencia— resultan obsoletas frente a una generación que percibe el Tusi como una experiencia estética y no como un riesgo. Hace falta un discurso nuevo, basado en la reducción de daños, la información científica y la educación emocional.
Un elemento pocas veces mencionado es el componente sociocultural y racial del consumo de Tusi en Estados Unidos. Los primeros reportes de uso en Nueva York muestran una mayor prevalencia entre jóvenes latinos e hispanos, lo que podría tener raíces en su origen latinoamericano. El Tusi nació en Medellín, Colombia, como una droga de élite que rápidamente cruzó las fronteras hacia México, Chile y finalmente EE. UU.
Su llegada al norte no solo refleja las rutas del narcotráfico, sino también las rutas culturales de la migración. La música urbana, los influencers latinos y la estética del reguetón —que en algunos casos glorifica el exceso— han contribuido, de manera indirecta, a la popularización simbólica de esta sustancia.
Esto plantea una tensión profunda: la juventud latina, ya marcada por desigualdades estructurales, se convierte en víctima doble del fenómeno. Por un lado, como consumidores potenciales en busca de identidad y pertenencia; por otro, como objetivo de estigmatización por parte de las autoridades, que criminalizan su consumo más que atender sus causas sociales.
Estados Unidos no puede decir que no fue advertido. En los años ochenta, el crack destruyó barrios enteros. En los noventa, la metanfetamina se extendió por el cinturón rural. En los dos mil, la epidemia de opioides devastó familias completas. Y hoy, el fentanilo mata a más de 70 000 personas al año.
El Tusi no ha alcanzado esas cifras, pero su potencial disruptivo es similar. Representa la siguiente etapa de una crisis que combina química, cultura y capitalismo. No se trata de una droga nueva, sino de un sistema que sigue reinventando la adicción como forma de control social. Cada epidemia farmacológica es el espejo de una sociedad que busca anestesiar su propio vacío.
En el fondo, el fenómeno del Tusi es menos un problema químico que un síntoma social. Es el reflejo de una generación que busca sentido en el placer inmediato, una sociedad que confunde bienestar con euforia, y un sistema económico que convierte incluso la autodestrucción en producto de consumo.
El Tusi es la versión líquida del neoliberalismo emocional: promete liberación, pero esclaviza. Promete intensidad, pero deja vacío. Promete identidad, pero fabrica dependencia. Es el rostro glamuroso de una crisis espiritual que no se cura con moralismo, sino con comprensión.
El gran reto no está en prohibirlo —porque la prohibición siempre llega tarde—, sino en entender por qué tantos jóvenes lo buscan. ¿Qué los lleva a inhalar un polvo que no saben qué contiene? La respuesta está en la ansiedad estructural de una época que exige éxito, belleza, felicidad y productividad simultáneas. En ese contexto, drogarse no es rebeldía: es un acto de adaptación.
Estados Unidos necesita replantear su política de drogas. El enfoque punitivo ha fracasado una y otra vez. La lucha contra el Tusi no se ganará con cárceles, sino con información, prevención, diagnóstico temprano y tratamiento integral. Se requiere una visión de salud pública que incluya educación emocional, reducción de daños y testeo de sustancias.
La regulación no significa aprobación: significa salvar vidas. Así como algunos países europeos implementaron programas de análisis químico en festivales para detectar adulterantes, Estados Unidos debe crear espacios donde los jóvenes puedan saber qué consumen antes de hacerlo. Esa no es una concesión al vicio, sino un acto de realismo sanitario.
El Tusi es más que una droga; es un símbolo. Representa la era del placer instantáneo, del brillo artificial, del olvido como anestesia. Su color rosa engaña: debajo del tono festivo se esconde la sombra del fentanilo, la soledad urbana y la desesperación de una generación que busca escapar de la fatiga existencial.
Su impacto en Estados Unidos apenas comienza, pero su crecimiento anticipa un desafío mayor: una nueva ola de adicciones estéticas, sintéticas y digitales. No es la cocaína de los ochenta ni el crack de los noventa, sino la droga del siglo XXI: visualmente atractiva, químicamente letal, socialmente seductora.
El polvo rosa se ha convertido en metáfora de un tiempo donde todo se disuelve: la identidad, la comunidad, la esperanza. Y mientras los laboratorios clandestinos reinventan su fórmula, la sociedad norteamericana sigue inhalando su propio espejismo: el sueño químico de la felicidad.




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