Éxtasis: la droga de la euforia en Estados Unidos
- Onel Ortíz Fragoso

- 21 sept
- 5 Min. de lectura
El éxtasis, conocido en el ámbito médico como MDMA (metilendioximetanfetamina), encarna como pocas sustancias la contradicción de la política de drogas en Estados Unidos. Entre la euforia desbordante que produce en los cuerpos jóvenes que bailan durante horas en un rave, el alivio emocional que ha mostrado en terapias para veteranos de guerra con estrés postraumático y el estigma judicial que lo coloca al nivel de la heroína, el MDMA cuenta una historia singular: la de un país atrapado entre la represión, la cultura juvenil y la reapropiación científica.
Es la droga de la euforia, la llamada “droga del amor” o “de la empatía”, pero también un espejo incómodo de los fracasos de la llamada “guerra contra las drogas”. En este artículo sostengo que el éxtasis no solo debe entenderse como un fenómeno farmacológico, sino como un hecho cultural, económico y judicial que revela la incapacidad de Estados Unidos para conciliar ciencia, salud pública y libertades individuales.
¿Qué es el éxtasis y por qué seduce? El MDMA es una sustancia sintética que combina propiedades estimulantes (parecidas a las anfetaminas) y alucinógenas (como la mescalina). Esa mezcla lo hace tan peculiar como peligroso.
Efectos físicos inmediatos: aumento de energía y resistencia; ritmo cardíaco y presión arterial acelerados; sudoración intensa, deshidratación y riesgo de golpe de calor; tensión mandibular y rechinido de dientes, y mareos o náuseas.
Efectos psicológicos inmediatos: Euforia y sensación de bienestar; intensificación de la música y las luces; conexión emocional con otras personas: la empatía se dispara, y reducción temporal de la ansiedad y las inseguridades.
No es casual que haya sido bautizada como la “droga de la empatía”. El usuario siente, aunque sea por unas horas, que el mundo es mejor, que la soledad se disuelve en la pista de baile. Esa experiencia subjetiva es el gran atractivo del éxtasis y explica su popularidad en la cultura juvenil.
La otra cara es menos seductora: Insomnio, paranoia y depresión tras el consumo; riesgo de daño hepático, renal y cerebral; alteraciones del estado de ánimo crónicas y problemas de memoria y posibles daños neuronales por la afectación de la serotonina. En ambientes de calor y esfuerzo físico, como los festivales, las muertes asociadas a la deshidratación y al golpe de calor han sido recurrentes.
El MDMA fue sintetizado en 1912 por la farmacéutica Merck en Alemania. No tenía entonces utilidad práctica. Su resurgimiento se debió a Alexander Shulgin, un químico californiano que en los años setenta probó la sustancia y la compartió con psiquiatras y terapeutas.
En un contexto donde la psicoterapia buscaba nuevas herramientas para la apertura emocional, el MDMA resultó atractivo: facilitaba la confianza, la expresión de sentimientos y la empatía en las sesiones. Hubo quienes lo llamaron “penicilina para el alma”.
Durante esa década, su uso médico fue limitado pero real. En clínicas privadas se experimentaba para tratar ansiedad, depresión, problemas de pareja y traumas emocionales. Parecía que el MDMA iba a ocupar un lugar en la farmacopea psiquiátrica.
La historia dio un vuelco a inicios de los años ochenta. El éxtasis se comercializaba en clubes de Texas y California, incluso bajo su nombre químico. No era ilegal todavía.
Pero fue en los noventa cuando explotó como fenómeno cultural: la irrupción de la música electrónica y la cultura rave convirtió al MDMA en su combustible. Los raves, fiestas clandestinas con luces estroboscópicas y beats larguísimos, el éxtasis expresaba comunidad, libertad y placer.
Por decirlo fácil, el MDMA se convirtió en el LSD de esa generación: una droga de identidad cultural. Consumirla se asoció a universitarios, jóvenes de clases medias, no a los sectores marginales como sucedía con la heroína o el crack. La comparación fue significativa: mientras el crack devastaba comunidades negras empobrecidas, el éxtasis se consumía en universidades y festivales de blancos.
En 1985, la DEA integró al Éxtasis en la Lista I, es decir, sin usos médicos aceptados y con alto potencial de abuso, con lo que enterró sus posibilidades terapéuticas.
El Congreso dio un paso más con la RAVE Act de 2003 (Reducing Americans’ Vulnerability to Ecstasy), que responsabilizaba a organizadores de conciertos y festivales por el consumo de drogas en sus eventos. En la práctica, esto significó la criminalización de espacios culturales enteros.
La represión se tradujo en encierro masivo de jóvenes por posesión o distribución; persecución a organizadores de fiestas electrónicas, y estigmatización de la cultura rave. Estados Unidos, una vez más, apostaba por la guerra contra las drogas en lugar de políticas de reducción de daños.
El éxtasis fue la droga de integración social. Su consumo reforzó la sensación de comunidad en fiestas electrónicas, pero también provocó preocupación por muertes relacionadas con golpes de calor.
La narrativa oficial lo colocó en el mismo saco que la heroína o el crack, aunque los contextos eran muy distintos. Mientras estas últimas se asociaban al deterioro social y a la pobreza, el éxtasis era consumido por jóvenes de clase media. Esa contradicción desmonta el mito de que la represión se dirige solo a “drogas peligrosas”: en realidad, responde a dinámicas sociales y raciales.
A partir del siglo XXI, centros de estudio, como la Universidad Johns Hopkins retomaron el estudio del MDMA en contextos médicos. Los resultados para tratar el trastorno de estrés postraumático (TEPT) en veteranos de guerra han sido positivos. En 2021, la FDA lo reconoció como “terapia innovadora”.
El éxtasis abrió un mercado negro millonario, con producción principalmente en Holanda y Bélgica y distribución hacia Estados Unidos. La represión implicó enormes gastos en persecución, juicios y encarcelamiento, un patrón repetido de la fallida “guerra contra las drogas”.
Paradójicamente, los festivales de música electrónica, aunque vigilados y perseguidos, crecieron hasta convertirse en industrias culturales que mueven miles de millones de dólares. El éxtasis fue estigmatizado, pero la cultura que lo acompañó se consolidó.
Jóvenes, muchos de ellos universitarios, enfrentaron penas desproporcionadas por posesión. El sistema penitenciario estadounidense volvió a mostrar su rostro selectivo. Judicializar los raves limitó libertades de asociación y de expresión artística, recordando cómo la guerra contra las drogas ha sido también una guerra contra la cultura. En la última década, agencias de salud y tribunales han empezado a reconsiderar al MDMA con fines médicos. Lo que fue demonizado podría regresar, bajo control clínico, como medicamento legal.
De acuerdo con datos disponibles oficiales, en Estados Unidos: 2.6 millones de personas consumieron MDMA en el último año; aproximadamente 18 millones lo han probado alguna vez en su vida; el número de personas “adictas” propiamente dicho es difícil de establecer, pero se estima que son cientos de miles, una fracción de los usuarios recientes.
El MDMA sintetiza la tensión entre prohibición y reapropiación. Fue herramienta terapéutica en los setenta; pasó a ser símbolo juvenil en los noventa; se volvió enemigo público con la RAVE Act y hoy está a un paso de ser medicamento aprobado para algunos tratamientos.
El problema no es solo farmacológico: es político. Estados Unidos ha preferido gastar miles de millones en represión antes que diseñar políticas de salud pública que reconozcan que la adicción es un problema médico y no un delito.
El éxtasis es mucho más que una pastilla que produce euforia en una pista de baile. Es el reflejo de cómo un país lidia con el miedo, la juventud y la diferencia cultural. Estados Unidos pasó de promover su uso médico a demonizarlo, y ahora, ante la evidencia científica, empieza tímidamente a reconsiderarlo.
El dilema sigue abierto: ¿seguirá siendo perseguido y castigado, o se convertirá en una medicina legítima que ayude a sanar traumas profundos? Lo cierto es que millones de jóvenes ya lo han probado y que el mercado no desaparecerá por decreto.
Si algo enseña la historia del MDMA es que la represión jamás ha eliminado una droga, pero sí ha multiplicado sus riesgos. Reconocerlo como fenómeno cultural, social y médico es el primer paso para diseñar una política más humana y eficaz.
El éxtasis está en la encrucijada. Y con él, la credibilidad de Estados Unidos en su eterna y fallida guerra contra las drogas. Eso pienso yo, ¿usted qué opina? La política es de bronce.
Por Onel Ortíz Fragoso
@onelortiz




Comentarios